Relato: DERMIS (Carlos Ruiz Santiago)

por Carlos Ruiz Santiago

La cruz de la iglesia pendía como una espada sobre las cabezas de todos los pobres desgraciados que decidieran cobijarse bajo su sombra. Era una espada de Damocles, hierro negro carnívoro con el deje a chiste cruel que solo la salvación prometida tiene.

La vista del chico se quedó abigarrada entre las intrincadas formas serpenteantes que conformaban la silueta de la cruz. Tras ella había un jardín que se tornaba verde brillante y borroso y, conectado con obsídeo acero, una iglesia alta y hosca. Los ventanales multicolores parecían apagados a la luz de la media tarde, las puertas amplias entreabiertas y el color terroso que la hacía parecer oculta a pesar de su imponente estampa. Era como un predador oculto, algo que agitaba un jugoso premio justo frente a unas famélicas fauces. Es todo lo que se necesita para cazar: un cebo.

El chico apartó la vista del monumento, sintiendo un mareo desagradable. Se pasó la mano por la cabellera rizada y resopló. Lo peor no eran los problemas, sino el preludio a ellos, la cruenta espera. Miró por la calle, hacia un lado y hacia el otro, caída y cuesta. Las plantas se movían con disimulo al ser agitadas por la brisa. El clamor de un riachuelo cercano cantaba no muy lejos. El silencio se hacía patente con la densidad de la expectación.

—¿Tú debes de ser…?

El chico se dio la vuelta, con la lengua pastosa y los ojos muy abiertos. Las palabras se le atragantaron en la boca y solo surgió un crepitar viscoso e ininteligible. La mujer era la misma definición de deidad, la más primigenia, la que una civilización primitiva tendría a bien cincelar en piedra. El cabello oscuro y liso que parecía encorsetarle los dos grandes ojos oscuros en un rostro enigmático tallado en hielo; transparente a la imagen, pero deformado su reflejo. Unos orbes acuosos eran, profundos y sin brillo, que te atravesaban de lado a lado. Aquellos ojos lo escudriñaron tanto a él como los del chico a ella, aunque seguramente la joven viera mucho más.

Los dos se recorrieron metódicamente y sin mucho disimulo, uno por falta de poder y otro por exceso. El chico bajó la mirada, siguiendo cada curva enjaulada en un ajustado vestido de piel hasta acabar en la misma tierra, que devolvió su rostro de nuevo a la cara de la chica como un resorte. Esta lo observó, lo midió. Cada fibra, cada involuntario movimiento nervioso de cada fibra muscular. Indecisa aún, aunque satisfecha por el momento, levantó la mirada y ambos se encontraron.

—Un sitio pintoresco —alcanzó a decir el chico cuando las palabras comenzaron a recordar que podían significar algo.

—Antes no me gustaba nada —admitió la chica, perdiendo la mirada en el templo. Sus palabras sonaban como una cadena de seda, hilada con maestría—. Aunque, con el tiempo, lo he ido entendiendo. Además —la chica le miró de nuevo, desarmándolo con una sonrisa escarlata—, una siempre sabe apreciar la oferta culinaria de calidad, ¿verdad?

Quizás, en otras circunstancias, el chico podría haber hecho las preguntas correctas. Quizás, la más acertada hubiera sido preguntar qué era lo que la chica había entendido. No obstante, el perfume a orquídeas no le permitía articular nada con sentido en su cerebro.

Su expresión, que iba a caballo entre la leve confusión y la inopia más absoluta, debió ser interpretada por la chica como una duda.

—Ya sabes, la comida de los conventos. Es muy buena.

—Si, claro, es verdad —admitió el chico sin pensar mucho.

Un instante de silencio tensó el espacio que los separaba.

—¿Damos una vuelta? —preguntó el chico, con media sonrisa en el rostro.

—Pensé que nunca lo dirías —respondió la chica, con una impoluta sonrisa enmarcada en el rojo de sus labios.

***

Caminaron como fantasmas en un laberinto de blanca cal. Las casas bajas y sus asistentes de piel de cuero trabajado y ojos hundidos eran salpicadas ocasionalmente por el color de algún arbusto brillante o de una flor silvestre. La pareja caminaba entre las calles estrechas a la escasa sombra que aquel lugar árido ofrecía.

Mucho había conseguido el chico logrando que ella se prestara a verle, de eso se daba cuenta, aunque de poco le serviría si seguía así. La chica jugaba con el cómo un gato con un cojo ratón. Su sonrisa siempre tenía esquinas sombrías que no sabía leer, el nerviosismo se le pegaba a la piel como brea y le impedía soltar algo ingenioso.

La joven lo miraba de reojo de vez en cuando y, a veces, hasta parecía que lo divertido de su patetismo sería suficiente para cortejarla. No obstante, su actitud opaca no hacía más que apuntalar la tumba que el chico cavaba con sus desbarajustes. En una ocasión, el desesperado incluso trató de hacerle una broma socarrona, de esas un poco atrevidas que sacan una sonrisa pícara, pero cayó en balde y un aguanieve arrasó lo poco de confianza que le quedaba.

Llegaron a una plaza pequeña pero acogedora. Las losas del suelo, diminutas y coloridas, dibujaban formas geométricas en el suelo. Todo cubierto por plantas vibrantes que lo hacían parecer un oasis en aquel pueblo estéril, resignado a una muerte silenciosa. Los pasos de ambos iban disminuyendo en ritmo, al igual que las palabras. La gata se había aburrido de jugar con el herido ratón, y el chico se temía el golpe de gracia. Su cerebro funcionaba a toda prisa. Antes de que se le escapara una chica así, prefería morirse.

—¿Viste eso? Es precioso —dijo el chico, ansioso por encontrar tema de conversación en un pequeño monumento entre flores rosadas que tornaban al rojo brillante.

Los ojos de la chica no siguieron la dirección del brazo, sino que se quedaron clavados en él. Cada tensión de las fibras musculares, cada vena marcada, cada tendón que lo sostenía. La chica le tocó el bíceps con los ojos abiertos e intensos por vez primera. Las uñas, largas y de un rojo oscuro, se clavaron sugerentemente en su piel.

La lengua del chico se le hizo una bola. Sus ojos se encontraron.

La gata se había cansado de jugar con la comida.

***

El piso de la chica olía a incienso, fuerte y penetrante. La oleada se coló en los pulmones del muchacho con tanta fuerza que fue capaz de sacarle momentáneamente del trance de los labios de la joven.

La puerta se cerró de golpe tras ellos y todo quedó en una agradable penumbra en la que el chico se quitó la camiseta. La tenue luz que los rodeaba silueteaba cruces por doquier y cuadros de penitencias, de coronas espinadas y sanguinolentas, de lanzazos profundos y líquidos, de asfixia en lo alto de la blasfema cruz que mató a un dios. Las ocres manchas de sangre quedaron ocultas en las largas sombras.

La chica lo tiró en la cama, que se estremeció bajo su peso. Esta lo miró con hambre. Se quitó su ajustado vestido y dejó al descubierto un cuerpo marcado por blancos y rosados profundos. Cicatrices largas se deslizaban por la maltratada piel como anélidos, decorándola al completo. En la parte alta de la espalda, una más profunda se delineaba, grotesca, sobre la columna. La chica extendió los brazos, arropada por las sombras, y se sintió en divina penitencia. Lo entendía, ahora lo entendía muy bien.

Se lanzó sobre el chico, acariciando y palpando cada redondez del músculo, cada endurecimiento por puro instinto. Estaba extasiada, las sensaciones desorbitadas. Lo montó, y una oleada de placer los rodeó a ambos. El ritmo subió rápidamente. Gruñidos inhumanos se mezclaban con el tintinear de cruces metálicas. Pinturas contrahechas del Mesías observaban todo en todopoderosa aceptación.

Comenzó la muchacha a besar, a palpar con la boca su pecho, su cuello, su cara. Mordiscos pequeños y dulces que lo encendieron todo. El clímax se acercaba. Los dientes apretaron más en la mejilla hasta que la sangre corrió. El chico dio un respingo de dolor y, con una sonrisa incómoda, le pidió que se relajase un poco, aún obnubilado por el placer. La mueca dentada de la chica, más roja que nunca, lo iluminó.

Sus perfectos dientes se hundieron en el cuello del joven y arrancaron lo que pillaron de un desgarrón seco y sucio. Antes de que pudiera reaccionar, las largas uñas de la chica se clavaron en venas y arterias que recorrían las delicadas muñecas del chico, enraizándose como una planta parásita en un tronco viejo. Se agitó la presa como una carpa atravesada por un arpón.

La chica hundió la cara en la herida del cuello, rebosante de icor carmesí, apretando los dientes y tragando con lujuria mientras el orgasmo le sobrevenía. Al chico, las palabras se le atragantaron en la boca y solo surgió un crepitar viscoso e ininteligible.

La chica arrancó otro trozo de carne y respiró entrecortadamente, terminando de disfrutar con los ojos cerrados las últimas andanadas de placer. Le había costado mucho entenderlo. Muchos golpes, palizas y flagelaciones. Desde pequeña, sola entre tantas cruces y caras dolientes, sola cuanto el sacerdote del hospicio decidía descargar sus pecados en ella, en forma de carne y sangre. Carne de él, sangre de ella.

Nunca lo había entendido, hasta que había sido ella la que había probado su sangre y él su carne. Hasta que había comprendido lo que el hombre de dios balbuceaba mientras la violaba. La salvación de Dios, que llega por la carne y la sangre. El regalo de dios y su castigo, que son todo lo mismo, como la divina trinidad. Los pecadores y los feligreses son todos los mismos. Si de veras el Señor existe, observa, impasible desde lo alto, una figura desgarrada y rota a cicatrices dentro y fuera, llena de rojo. Tal vez, la chica no estuviera muy desencaminada, pues esa imagen bien podría recordarle al Todopoderoso a su propio hijo.

Una sonrisa amplia y roja se formó en su rostro, aún con los ojos cerrados. Para Jesús, sacrificarse entre intenso dolor no fue más que el mayor de los placeres. Con ese pensamiento tan acogedor, continuó despellejando y devorando el cuerpo y la sangre de Dios, presente en todas sus creaciones, comprendiendo que bendito y maldito eran todo parte de lo mismo.

2 comentarios

Patricia Valkyria septiembre 16, 2022 - 3:02 pm

Me encanta!!!… 👏👏👏

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Vicente septiembre 17, 2022 - 7:48 am

Me ha gustado, Carlos.

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