“Con cierta frecuencia debía ocuparse de la maleza que entraba en su parcela a través de la valla, y precisamente esa misma semana había cortado el ramaje de un arbusto leñoso que se colaba por la trama de alambre en ese mismo punto. Si hubiese crecido allí una de aquellas flores, se habría dado cuenta. ¿Y por qué no hallaba ni un ejemplar inmaduro de la especie? Aunque el tamaño variaba entre unos y otros, todos los que había visto hasta el momento eran especímenes plenamente desarrollados: todos presentaban la misma roseta basal, el mismo tallo erecto y esbelto, y la misma flor roja similar a un erióforo. ¿Por qué nunca se encontraba con capullos cerrados de la flor, ejemplares brotando del suelo, u otros que hubiesen muerto o perdido los filamentos, arrancados por el viento? No lo podía entender”.
Vivimos tiempos complicados. La sensación ya estaba ahí antes, pero el confinamiento derivado de una pandemia global ha hecho que la incertidumbre se acentúe hasta límites insospechados. El temor ante lo que está por venir ha sido una de las principales fuentes de inspiración para todo tipo de creadores de historias, y tal vez sea el género de terror uno de los que más y mejor hayan aprovechado su influencia. El erióforo rojo es pura incertidumbre, y nos impacta por el inmenso trabajo de interiorización que Federico de la Fuente, su autor, ha volcado.
Esta novela corta, que apenas supera las 100 páginas, nos presenta a Ángela, una mujer diagnosticada con un trastorno de la personalidad por evitación, término que refiere a aquellas personas con profunda aversión a las relaciones sociales, con una incapacidad manifiesta para afrontar cualquier tipo de conflicto. Ángela vive sola, en una urbanización, y va a empezar a observar la aparición repentina de un extraño tipo de flor en los terrenos aledaños a la comunidad, flor que no es capaz de catalogar a pesar de sus conocimientos de botánica. El misterio de estas flores, que parecen surgir de la nada, la conduce a una espiral de perplejidad e inquietud.
Una vez más, tenemos una obra que se cimenta en la irrupción de lo extraño, en el incipiente sentido de lo horrible haciéndose explícito, en el nacimiento de un miedo surgido desde las entrañas. El erióforo rojo hurga en sentimientos muy profundos, y lo hace de un modo en apariencia metafórico pero dejando una interpretación muy abierta, muy personal. Está claro que la enfermedad mental cobra aquí un sentido primario, pero hay muchos otros factores en juego.
El terror de la novela es velado, sugerido casi siempre salvo en momentos puntuales en que se asoma con descaro en las páginas. Lo que comienza con una narración costumbrista termina encerrándose en una disputa mental, otorgando a lo que parecía real una ondulación fantasmal. En esa transformación radica el punto fuerte de la historia, y en lo bien que el autor maneja los tiempos y las interpretaciones.
Para que quien lea estas líneas pueda hacerse una idea, el terror de El erióforo rojo pertenece al mismo tipo de amenaza que Daphne deMaurier propuso en Los pájaros, o a otro nivel casi es una versión a cámara lenta de La noche de los muertos vivientes de George A. Romero. Pero con plantas. También se aprecian aportaciones conceptuales sacadas de obras tan diferentes como Solaris de Stanislaw Lem o Cementerio de animales de Stephen King, en cuanto a la introducción de un elemento fantástico que, en realidad, sirve para abrir una baraja de posibilidades bastante amplia.
Aquí la intrusión tiene un carácter simbólico —¿o tal vez no?— y parece afectar a la protagonista atacando su estabilidad y sacando a la superficie sus muchas inseguridades y dudas. Con ello, el autor mueve la historia a dos niveles, y nos toca a nosotros dilucidar en cuál queremos posarnos.
Mi mayor problema con la novela —aparte del diseño de portada, que me parece poco acertado— viene dado por la extrema lentitud con que se desarrolla la acción en su primera mitad. El conflicto principal tarda un tiempo en emerger, y hasta que lo hace el autor nos sumerge en una narración costumbrista y muy adjetivada, en la que se nos dan algunas claves de cómo funciona la mente del personaje protagonista pero parándose tal vez demasiado en detalles botánicos que pueden hacer farragosa esta primera parte. Quizá la intención de Federico de la Fuente sea introducirnos en ese parsimonioso movimiento de las plantas que compondrán la principal amenaza, por lo que este ritmo lento a que hago referencia podría ser algo premeditado. Por suerte, esto se solventa en la intrigante segunda mitad, que es la que nos atrapa en sus zarcillos pegajosos y no nos suelta hasta la última línea.
La novela se llevó una mención de honor en el VII Premio de novela de terror Ciudad de Utrera (la misma edición en que Ponzoña de David Luna se alzó con el premio), y no es de extrañar dada la calidad de su propuesta. Sin grandes alardes narrativos, aunque con un sutil y magnífico efecto de extrañamiento gradual, El erióforo rojo compone una original visión de un trastorno mental, simbolizado a través de un agente externo de desconocidas intenciones. Su misterio funciona como método para ponernos en alerta contra esa incertidumbre que ataca nuestra cotidianidad. Si veis flores rojas aparecer de repente donde antes no estaban, ¿qué haréis?