Llevo aquí desde siempre, porque la gente no cambia y, o mucho me equivoco, o nunca cambiará. Todos tienen esperanzas, sueños, deseos y eso es lo que guardan al final, cuando ya los han destrozado como a piñatas en Navidad. Entonces, se acuerdan de este sitio o, simplemente, pasan por la puerta y deciden entrar.
Un hombre, con los pantalones remangados al revés, estaba acodado sobre la barra de El Segador. Su culo, que asomaba por encima de sus vaqueros remendados, era el de un babuino y su sonrisa torcida la de un muerto. Se había reído hasta hartase de aquel tipo taciturno, frágil de mente y aspecto deprimido. Las desgracias ajenas siempre nos hacen reír tanto como nos hacen llorar las propias. Será cuestión de puntos de vista. Desde el mío, todos me parecían igual de patéticos. Los unos por cobardes y los más por gilipollas. El resto, simplemente, eran unos desgraciados.
Al entrar en la taberna, el tipo del culo de babuino vino directamente a la barra. Traía cara de prisa, aunque luego no se movió de aquí en dos días.
─No me siento, que estoy un poco jodido por ahí atrás ─dijo, y una flatulencia se le escapó, como queriéndole dar la razón.
Se negaba a marcharse. A donde fuera. Estaba emperrado en que aquella mujer vendría a buscarlo, igual que había hecho ese malnacido con cara de no haber dormido en una semana, y que había vendido buscando a la chica manca. Solo que, el muy gilipollas, la había rechazado. «Julia no lo hará. Estoy seguro. Elegirá quedarse conmigo para siempre».
La historia, contada a medias, parece tener cierto sentido, pero si se ahondaba un poco más en ella ─y por mi vida que se había llegado muy hondo en aquel asunto─, uno no podía más que compadecerse del pobre diablo.
Su media naranja, esa que se escondía en medio de una línea difusa, lo había descorchado como a una botella de champaña. Pero, ¿qué iba a saber él de todo aquello? Cuando uno muere, recuerda solo lo que quiere recordar, por eso existe este local.
Le serví una copa de ese whisky lechoso que le había dado al otro tipo. A los muertos no les hace ningún efecto, pero, qué cojones, tampoco iba a matarlo. Lo miró un momento con desdén, como si le hubieran ofrecido un vino barato en un restaurante de sesenta euros el cubierto. Luego se lo pensó, agarró el vaso y se lo llevó a la boca. Comenzaron otra vez las risas, la juerga y las bravatas. Creo que ya lo he dicho, pero nunca está de más recordarlo, mis clientes son una panda de gilipollas. No se habían dado cuenta de que el que bebía era un muerto.
La luz era pobre, no es una queja, solo constato un hecho. Acababa de fundirse una de las tres bombillas que iluminaban precariamente el local. Bueno, ya eran solo dos. A esta panda de memos les dio igual, ¿qué puede esperarse de gente así? Les basta con emborracharse hasta perder el conocimiento. Mañana el sol saldrá de nuevo. Sin embargo, solo quedan dos bombillas encendidas.
Cuando abrí El Segador, hace tantos años que no sabría citar la fecha exacta, aunque recuerdo que hacía más frío que ahora, la taberna estaba muy bien iluminada, las paredes recién pintadas, los muebles sin mácula y diría que, de vez en cuando, yo pasaba un trapo para que la mierda no se me acumulara. Debe de andar por algún lado. Me refiero al trapo.
Con el tiempo, las paredes se mancharon, los muebles sufrieron rayones y yo me olvidé de usar el trapo. Son detalles insignificantes que han convertido a esta taberna en lo que es hoy en día. Un antro de desgraciados. Aunque lo realmente importante aquí son las bombillas. Cuando la última de ellas deje de funcionar, El Segador y, por añadidura, el mundo entero, se quedará a oscuras. O lo que es lo mismo, se irá todo a tomar por culo. Miré al tipo de la barra y no pude evitar que se me formara una sonrisa socarrona al pensar en ello.
No sé si alguna vez se te ha habrá aparecido un ángel, pero yo sentí que había visto uno cuando aquella mujer traspasó el umbral de la taberna. El gesto abatido de mi cliente mudó en un segundo. Ahora era radiante, tenía el brillo de la esperanza en la mirada, la mandíbula desencajada y el rabo más tieso que el mástil de un bergantín. No le culpo, la chica era de bandera, pero traía un desatascador en la mano y yo comencé a atar cabos.
Ella buscaba entre la concurrencia a alguien en particular, muchos creyeron ser aquel alguien aunque, como ya he dicho, todo depende del punto de vista. En realidad, la chica no necesitó esforzarse demasiado, el babuino se despegó de la barra, dos días después de haber llegado, y se plantó delante de ella como un pasmarote.
—Hola, Julia —dijo él con un hilillo de baba resbalándole por la comisura de la boca.
—Así que te escondes aquí —respondió ella con un ligero tono de desagrado.
Él carraspeó para aclararse la voz que el maldito whisky se había encargado de estropear.
—Tómate una copa, te ayudará a ver las cosas con mayor claridad. Ya lo verás.
Ella lo miró de arriba abajo; solo veía un montón de mierda. Aun así, lo siguió hasta la barra. Yo les aguardaba tras el mostrador con gesto aburrido, mientras me entretenía mordisqueando un palillo. De pronto, me apeteció servir un whisky, ya sentía la excitación del momento en las puntas de los dedos. Cuando se acerca ese instante, vibro como la cintura de una abeja.
El líquido colmó el vaso ante la distraída mirada de la tal Julia. El muerto la observaba relamiéndose, como si ella fuera un helado que se derrite al sol del verano. Ella agarró el whisky y se lo metió entre pecho y espalda de un solo trago. Ese es mi momento favorito, cuando les cambia la expresión del rostro, el gesto se endurece, los ojos se amarillean y el corazón se detiene. Entonces, le di el zarpazo. Comenzaron las risas, esas putas risas de niño resabiado. Muchos de los que reían ni siquiera recordaban ya por qué habían entrado al bar. Eran, en su mayoría, cuerpos huecos, vacíos de alma, autómatas que seguían al pie de la letra un programa pautado. Beber, reír y a beber de nuevo. Y, muy de vez en cuando, alguno se marchaba al otro barrio.
Ahora era Julia la que andaba en tierra de nadie. A su alrededor, todo había desaparecido, las calles, los edificios, la gente. Solo que, en esta ocasión, yo deseaba que ella se quedara en mi local. No está mal tener una cara bonita por aquí de vez en cuando.
El del culo de babuino le estaba hablando. Se había arrodillado para pedirle la mano o para recoger una lentilla, no podía estar del todo seguro. Ella lo rechazaba dando voces y dedicándole alguna que otra peineta, pero el tipo era como una roca o, más bien, como una lapa.
En un momento de desesperación, temiendo perderla, él se inclinó todavía más para besarle los pies. Los rodeó con sus manos de muerto y los fue besando con aquellos labios amoratados. No se conformó con solo besarlos, a cada contacto de los labios se producía un ruido fuerte, como el que se escucha al descorchar una botella. Los ojos de ella hablaban, aunque no me pareció que fuese de amor, sino de una canción desesperada.
Julia se fijó en una puerta que, solitaria y cerrada, aguardaba en un rincón de aquella nada en que se había convertido su mundo. Necesitaba llegar hasta ella, interponer algún obstáculo con el fontanero besucón. Trató de moverse, pero le resultó imposible. Él seguía agarrándola por los pies, regalándole interminables besos que le dejaban la misma sensación viscosa que si un caracol se deslizara por ellos. Un gesto de absoluta repugnancia apareció en su cara y, entonces, lo supe. Volvería a hacerlo.
Con el fontanero agachado para adorarle los pies, su culo de babuino emergía de las sombras con rotundo descaro. Más que un culo, se asemejaba a un cañón turco, y la puerta de pomo redondo no era otra cosa sino las murallas de Viena. Ella se preparó para cebarlo.
Aplicó el desatascador con la maestría del que ha practicado un gesto con anterioridad y se escuchó de nuevo el descorche de una botella. Solo que, esta vez, rugió más alto, más solemne si me apuras.
El hombre detuvo el besapies y todavía alcancé a ver sus ojos entornados, su morro torcido y su hocico arrugado como una uva pasa. El bombeo comenzó sin demora, con ese deje a cañería vieja, trayendo el hedor del embozo, de la comida podrida y de los pelos enroscados. Por explicarlo de algún modo, aquello era una oda a las depuradoras. Chorros de inmundicia abandonaban el defenestrado cuerpo, pringando aquella negrura sin costuras con las tripas descompuestas de un muerto.
El tipo, aun con el trasero mancillado, el estómago vacío y la honra por los suelos, le dedicó a Julia una mirada de carnero degollado, aunque más tarde dudé si no sería la de un borrego. Ella lo apartó de un puntapié, la cara del fontanero rebotó contra lo que debía ser el suelo de esa nada uniforme. Se llevó la mano a la mandíbula y se la frotó. Sonreí con malicia. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que de una mandíbula desencajada.
En retaguardia, el cañón se cebaba y disparaba con regularidad. Ver aquella actividad frenética, me produjo un extraño placer convulso que me hizo sentir un poco culpable. Aunque no demasiado.
Ella, finalmente, dejó caer el desatascador y se encaminó hacia la puerta. Su caminar era decidido y no se volvió ni una sola vez, pese a que el fulano chillaba como una hiena. Agarró el pomo y lo hizo girar. Con un leve empujón, la puerta se abrió y el babuino desapareció de mi bar y puede que de cualquier otra parte. Hasta ahí alcanzan mis habilidades. Si hay algo más allá de ese manto de oscuridad, lo descubriré cuando muera. Si es que eso llega a sucederme. Aunque, nunca se sabe, puede que ya esté muerto. A estas alturas lo que me ha quedado claro es que la vida y la muerte no son las dos caras de una misma moneda, sino que forman parte de un dado.
Pero esas son cosas muy serias, sobre las que quizás hable otro día. Ahora, Julia estaba sentada a mi barra, con esa mirada de tigresa enjaulada y, lo más importante, se ha deshecho del maldito desatascador.
—¿Por qué sonríes? —me preguntó con extrañeza.
—Estaba pensando si te apetecería tomar una copa.
Entonces hubo un parpadeo y una de las dos bombillas se fundió. La oscuridad ganó un poco más de terreno y el final de todo se nos arrimó un poco más.
—Puede que no tengamos tanto tiempo como quisiera para conocernos —dije, y le serví un vodka doble.
* Atasco en El Segador forma parte del mismo universo que los relatos El Segador y Desatascando al fontanero.
C. G. Demian
C.G. Demian lleva escribiendo desde 2013 sobre el papel y en su cabeza desde que aprendió a usar la imaginación. Poe, Asimov y Abercrombie son sus grandes referentes, aunque el camino de la literatura es largo y en él hay sitio para mucha gente, pero también quedan cadáveres en la cuneta.
Ha participado en múltiples antologías, como Letras fantásticas (Editorial Winged), Sórdidos, Escritos con mucho mimo, Orgullo Zombi, y en numerosas ediciones antológicas de la Revista Aeternum. Algunos de sus relatos pueden leerse en webs como Chica Sombra, Metal Obscura, Los archivos de Arkham. Actualmente está preparando su próxima novela, donde hará su primera incursión en el grimdark.
2 comentarios
Queda una bombilla, espero que alguien estrelle una cabeza contra ella, como terminaría haciendo yo, que soy un gran esteta.
Muy buen relato! Me encanta este universo.
Yo también tengo ganas de que se apague, a ver que sucede entonces. A ver si David Bejarano nos lo desvela en un próximo relato.
Gracias por tus palabras, compañero!