Relato: LOS DOS HORRORES DE LA MANSIÓN KOUGOTT (Carlos Ruiz Santiago)

por Carlos Ruiz Santiago

En la cochambrosa mansión Kougott, que era rica en infecciosas sombras y demasiadas esquinas, un alma en pena vagaba.

Atemorizado de su temblorosa presencia, Jonah Kougott andaba en aquella noche de luna grande como la pícara sonrisa de un maníaco. Su paso era lento, errático, como si se tratase de una ensoñación. La ropa era de rico y fino tallaje, mas raída y ensuciada por el tiempo y la desgana. ¿Quién podía concentrarse en mantener un aspecto señorial ante semejantes visiones?

En su paulatino paso de hombre atemorizado, Jonah cruzó uno de los múltiples giros de aquel diabólico laberinto. Las lámparas no iluminaban a su paso, los candelabros se enfriaban en su presencia. Una mano espectral apagándolos. Una casa maldita aquella, cada vez más un depredador agazapado que un recipiente de horrores. La madera oscura era como melaza que dificultaba su paso, los picaportes oscuros y las pequeñas estatuas de cosas retorcidas de brillantes ojos carmesíes. Todo en aquella casona de afiladas formas y aire señorial evocaba a murciélagos, a cosas aleteando en las cornisas de su visión, en las lindes de su cordura.

Los exorbitados ojos de Jonah Kougott examinaban las tinieblas del que antaño había sido su hogar, en busca de aquella forma acusadora y fantasmagórica que lo atormentaba. Su hermano, su triste hermano, su pobre hermano, que había desaparecido en un halo de niebla. Jonah no lo recordaba bien, fue un misterio que cayó sobre la gargantuesca mansión de torres picudas y tejas de ónice, perdida allí donde Dios se cansó de mirar y el Diablo decidió que alguien ya le había arrebatado el puesto. Un lugar maldito para los malditos, proscrito para los proscritos.

En la vieja mansión familiar, su bisabuela había invocado al demonio mientras su bisabuelo organizaba una carnicería canibalística en reacción. Allí, su abuelo se había suicidado y su abuela había raptado niños bajo la tutela de una bruja septentrional. Allí, su padre había tiranizado al condado bajo la colina y su madre había maldecido cada muro con su amante haitiana. Que su hermano hubiese desaparecido y vuelto como tembloroso espectro del averno era, quizás, lo menos impresionante.

Jonah avanzaba, amparado por aquella oscuridad que lo aprisionaba. Con voz de acuoso lamento llamaba a su hermano. Quería hablar con él, tratar de solucionarlo, encontrar qué lo atenazaba para que pudiera descansar en paz. Solo él podía entender la tortura de un alma encadenada a madera y metal, los lazos de sangre y las alargadas siluetas umbrías del pasado. Condenados por acciones ajenas, ahora el desdichado Jonah era atormentado por razones desconocidas. Mas él conocía a su hermano y sabía que, si algo lo aterrorizaba, era aquel ataúd barroco en el que había quedado atrapado. Él lo liberaría, él lo sacaría de su condena.

Continuó vagabundeando por la mansión llena de escaleras acaracoladas y techos altos, grandes salas de baile polvorientas y costrosas de la suciedad, estanterías con alcoholes variados acumulando telarañas. Su voz retumbaba en cada sala como el aullido de la muerte.

De pronto, una pesada y mortecina respiración alertó a Jonah. La siguió como una alimaña sigue la sangre. Era un gemido entrecortado, algo que rompía la quietud de la noche sin estrellas. Algo aterrorizado. Robert, su hermano.

Cruzó a una sala pequeña, un lugar coronado por un gran ventanal que la luna usaba para espiarlos con hambre lobuna. Con paso temeroso pero decidido, Jonah entró en la sala. Su hermano vestía claro, apagado, su rostro cenizo, las ojeras grandes, los ojos vacíos. También él estaba sucio y despeinado. También él era un eco de otro tiempo, aunque de otro modo.

La madera rechinó bajo sus pies y Robert levantó la vista. Ambos se observaron en un silencio de ultratumba.

—Robert, hermano mío. No te asustes, te lo ruego.

—Her…hermano. Jonah, querido —musitó.

Jonah se acercó con su renqueante paso y Robert se asustó. Tratando de echarse hacia atrás cayó de la silla de madera con un golpe seco. Jonah alzó las manos, despellejas, las uñas rotas. Robert se arrastró por el suelo, sus brillantes ojos de lechuza clavados en él, desorbitados. Jonah avanzó en su dirección. Por más súplicas que de su desgarrada garganta surgían, nada atenuó el horror que retorcía a Robert. Como un espectro atormentado de la vida, el pobre diablo. De un manotazo, Jonah apartó la pequeña mesa para el té a un lado. Se abrió paso, como una fuerza de la naturaleza, como el humo negro que era la respiración del diablo. Quería a su hermano, incluso si este lo atormentaba. Quería que descansase, que encontrase su plácido descanso en el delicado remanso que la muerte era. Robert era una tenue sombra de lo que había sido en vida. Tan roto, tan triste, tanto pavor en sus ojos de espectro. Él le ayudaría. Él le devolvería la paz.

Con pies pesados, Jonah se acercó más.

 —¡Padre Gareth! —se desgañitó Robert—. ¡Padre Gareth, por Dios Todopoderoso, acuda en mi ayuda! —su voz era un graznido de cuervo—. ¡El espectro, el espectro!

Jonah miró hacia el pasillo neblinoso con un instinto casi preternatural. Distinguió la sombra dibujarse en la oscuridad antes de siquiera poder empezar a vislumbrarla con sus ojos. No era vista u oído, sino algo más recóndito y profano. La figura se fue distinguiendo entre las tinieblas, algo que destellaba delante de él. Una figura achaparrada, todo pellejo duro y ojos fríos, gesto severo y movimientos rígidos.

—¡Atrás, alma atormentada, cordero descarriado del redil! —promulgó en voz potente, autoritaria—. ¡Estás perdido, pero Dios te encauzará de nuevo!

Jonah retrocedió de manera instintiva, igual que un murciélago a la clarividente luz del hirviente sol. La cruz debatía en arrítmicas oscilaciones, dorada como cada casa de cada dios que había existido desde que el culto era necesidad imperiosa de los hombres. Cada paso que hacia atrás daba confundía más la mente del pobre hombre. Él era un buen cristiano, regio devoto de Dios. Quizás no fuese el más santón y tal vez alguna misa se perdiera, pero no más que cualquier otro ciudadano temeroso de Él que no estuviese dispuesto a expiar sus pecados. Jonah era un buen hombre y, aún más importante, era un hombre vivo. Aquel sacerdote oscuro había sido enviado por su hermano, su triste y perdido hermano devorado por niebla ceniza hacía tanto tiempo.

—¡Aléjate de mí, infernal criatura, imitador zafio del Salvador! —rugió Jonah, desatado.

Aquella era la única explicación: un demonio con piel de cordero, una serpiente de sinuoso baile tratando de confundir sus sentidos. La energía impía, lo único que a un buen hombre alejaría, la mano de Dios resguardándolo. No obstante, aquella era su casa y aquel su pobre y atormentado hermano; así pues, no podía permitirse la inacción.

Dio unos pasos hacia delante y el falso sacerdote se plantó en el suelo.

—¡Atrás, criatura, atrás! —bramaba el sacerdote.

Poderoso, casi paternal. Convincente, como todos los demonios. Como atravesando un fuerte vendaval, Jonah continuó avanzando con fiereza. Su hermano lloriqueaba en el suelo, cual miserable anélido. El falso padre alzó la cruz rota y dorada como el corazón de los gobernantes y la colocó a apenas un palmo de su cara.

—¡Atrás! —gritó con todas sus fuerzas— ¡Vuelve de donde surgiste! ¡Descansa en paz, descarriado!

Hubo un instante de tenso silencio, el aire de la sala duro como acero forjado. Un segundo en el que el espesor del aire se volvió insoportable, la invisible barrera intraspasable, algo horripilante y abyecto de lo que no se podía más que huir. El vendaval, que solo parecía afectarle a él, se intensificó y pensó que algo negro y aceitoso surgiría de algún abismo infernal para llevárselo a algún lugar donde el sol nunca brilla. Durante un instante, aquella luz que no podía ser luz venció la batalla.

Un instante, eso es todo lo que la luz puede dominar.

Jonah agarró el collar que sostenía la cruz. Notó cada cuenta grabando ígneos surcos en su pergaminosa piel. De un fuerte y decidido tirón, lo arrancó. La falsa cruz cayó al suelo y Jonah la apartó de una patada.

El sacerdote observó con los ojos desorbitados cómo su sagrado amuleto era desterrado y su fe su era lapidada por la de Jonah. Este último se abalanzó sobre el viejo exorcista, que ahora tenía una semblanza a las hojas temblorosas de los árboles en el otoño. Hundió sus manos en un gesto cruel en aquel cuello blasfemo y apretó y retorció hasta que sus oídos se vaciaron de los gimoteos de Robert, llenándose en cambio con sonidos crujientes y húmedos.

Soltó con desprecio el cuerpo de aquella sierpe que se había hecho pasar por hombre sacro. Una felicidad muy particular calentó su estómago, como si acabase de culminar una buena acción.

Robert trotaba por el pasillo, tropezando y trastabillando como un niño. En el largo camino que recorría, los ojos pálidos de ambos, níveos de distinto modo, se cruzaron de nuevo. Hermanos, separados por la barrera de la muerte, del infierno y de aquella tétrica casa que ya acumulaba tantas sombras que unas se superponían a otras.

Jonah sintió un escalofrió, las lágrimas de su hermano le rompían el corazón. Jonah continuó siguiéndolo, cada vez más cerca, siempre un paso más cerca de acabar con su tormento de una vez por todas.

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