Relato: POLVO SERÁS (Carlos Ruiz Santiago)

por Carlos Ruiz Santiago

Entre las montañas de polvo y escoria cabalgaba el corcel de acero. El motor rugía y las ruedas crujían contra la basura grisácea del suelo. El blanco polvo de hueso lo cubría todo como un aderezo.

La mirada de Talía estaba clavada en el horizonte, un gesto estoico en ojos pétreos. Hubo una vez en la que era solo eso, Talía. No obstante, desde que el mundo se había resquebrajado y caído a la oscura nada, ella había sido muchas más cosas.

Rompecráneos, Sajacuellos, Empalaniños.

Superviviente.

Alguien duro que se había ganado un nombre y su subsecuente respeto. Y ahora cabalgaba a lomos del rugiente acero, camino hacia el paraíso. O hacia un infierno diferente, al menos.

El vehículo trotaba con violencia entre las dunas de arenisca descolorida, las gruesas ruedas aguantando los envites mientras los cráneos adheridos a la chapa temblaban como si volvieran a la vida. Se había levantado un viento desagradable, bofetadas despreciativas de un mundo muerto a cualquier cosa viva. El largo cabello oscuro, rizado, recogido en una coleta, unas gafas oscuras de piloto para proteger su visión, la camisa aleteando al viento, ajustada por los pedazos que quedaban del chaleco de kevlar. No, un poco de viento no iba a desviarla.

Una loma se levantó mucho más alta que el resto. Un poblado entero arrasado, quemado, los restos descansando juntos como último y penoso consuelo. Talía dio más fuerza al acelerador, sin saber que ya no tenía más fuerza en su corazón de engranajes. El corcel de hierro bufó al subir la cuesta, que cada vez se empinaba más. Tembló hacia un lado y hacia otro. La tracción de las ruedas delanteras sufría. Talía se inclinaba hacia delante, como si su peso marcase alguna diferencia. Huesos quebrados y requemados rebotaban y caían a los laterales del vehículo.

El corcel rugía. Un pálido sol despuntaba entre la montaña. Talía apretó los mugrientos dientes. Rugió ella también. Con un bufido, el vehículo se posicionó sobre la gargantuesca colina y, en un plano más horizontal, casi pareció caer el chasis sobre las ruedas, agotado. Talía no cambió el rostro, se limitó a hacer lo que llevaba haciendo mucho tiempo: observar y continuar. Ante ella, la oscura planicie se extendía, eterna en todas direcciones. Mareas infinitas de bazofia teñida de polvo, chatarra erosionada por el lento pasar del tiempo, huesos que ya no parecían huesos. Nada y más nada, atravesando el límite del mundo. Y más allá de todo eso, más cerca de lo que había estado nunca: la oscuridad. Profunda, tan densa que temía destrozarse los huesos si conducía contra ella.

Entrecerró los ojos hasta que no fueron más que unas rendijas donde un diminuto rayo de luz se colaba. Información visual, tan solo la justa para vislumbrar su objetivo. El fin del mundo, lo que había más allá de la oscuridad, donde habitaban dragones, donde nadie iba y muchos menos volvían, donde los inconexos mapas no se atrevían a elucubrar. Hacia donde Talía pretendía huir.

La falta de miedo de la chica no implicaba falta de conciencia. El mundo era una manzana podrida, reseca al sol de un desierto desolador e inmisericorde. Huir, huir para sobrevivir. Huir para ser, para poder aspirar a algo más que ser la reina de los escombros.

Volvió a subir al vehículo y aceleró colina abajo, continuando hacia su objetivo, como había estado haciendo durante tanto tiempo que los días y las noches parecían confundirse. La velocidad pareció arrancarla del asiento, pero no lo logró. Los empeños del mundo siempre chocaban con la voluntad inquebrantable de continuar. Durante muchos más días que gotas caben en una cantimplora continuó Talía.

Sin miedo. Sin demora. Sin dudas. No quedaba tiempo para ellas, solo la inamovible certeza de que habría algo más allá del horizonte. Si no, más le valía honrar a los viejos huesos antes de que los suyos pasaran a adornar el conjunto.

Avanzó hasta que la penumbra dejó de ser una barrera difusa para volverse una realidad palpable, una muralla incólume de viscosos tentáculos y ónice argamasa. Talía la observaba, sintiéndose más insignificante que jamás en su vida. Un enemigo al que no se podía enfrentar o atemorizar. No había más destino que huir, ella solo elegía la dirección. De ese modo, apretó los dientes y pisó más el acelerador, aunque no había más velocidad que el vehículo pudiese alcanzar. El destino estaba sellado mucho antes de que ella lo supiera.

Atravesó la oscuridad con una sencillez casi decepcionante. No sintió un viento huracanado, no notó la sangre helada en la antediluviana tiniebla ni los huesos se le congelaron desde el tuétano al oír los rugidos de los horrores que por el ruido se alertaban de su presencia. No, apenas fue cruzar una difusa niebla. Ni dolor, ni horror, ni casi sensaciones. Una ilusión, un truco. Uno no muy bueno, además, pues apenas duró. Pronto, algo de luz tenue se vislumbró a lo lejos. La respiración de Talía se volvió más brusca. El destino, un guardián cruel.

Cuando el vehículo volcó, no se dio cuenta. No en un principio, al menos. Giró sobre el eje vertical, saltando varios metros de altura en el aire, y unos cuantos más de largo. Cuando estuvo en vertical, su cerebro comenzó a computar lo ocurrido. Las manos soltaron el manillar, en parte por instinto y en parte por la fuerza arrasadora que las movía. El corcel metálico golpeó con dureza el suelo, desperdigando piezas abolladas por toda la sala. El aceite saltó por los aires con un quejido casi animal. Talía tardó unos instantes más en caer, delante del vehículo.

Golpeó con el hombro y el sonido de masticar huevo con cáscara le llenó los oídos. Si no vomitó fue porque no sabía dónde tenía la garganta. La espalda la siguió y así rodó durante más tiempo del que ella pensaba que era capaz de aguantar. Se rasgó y magulló cada fibra de su ser y se tomó unos instantes para respirar polvo agitadamente, en completa quietud, antes de soltar un berrido atroz y vomitar sangre en el suelo.

Cuando pudo incorporarse, sus ojos vidriosos tardaron un poco en acostumbrarse a la luz. Al lado de donde estaba su accidentado vehículo pudo ver contra qué había chocado. La parte baja de una jaula. Era como una jaula para alimañas, casi una pajarera, solo que de un tamaño imposible. Apenas alcanzaba a ver la parte de arriba y desde luego no era capaz de vislumbrar lo larga que era. Dentro, un halo negro de infinito gris.

Talía tragó saliva con regusto a hierro. Su mundo, aquel mundo en una jaula, era el suyo. La parte baja de la jaula aún tenía las marcas humeantes de sus neumáticos. Su cabeza, aturdida, pudo observar el suelo de madera estriada en el que estaba. Se arrastró hasta la cornisa con dolorosa lentitud para verse suspendida a una montaña de altitud. Se encontraba en una especie de habitación, tan solo que a una escala monstruosa. En otras estructuras de madera había más jaulas. Unas brillaban, otras chorreaban, algunas se agitaban y otras permanecían en silencio.

Una colección. Una recopilación de mundos. Como curiosidades, cachivaches. Todas más allá de una oscuridad que se prometía sempiterna. Una salida simple solo al alcance de los dementes.

La puerta comenzó a abrirse con un rechinar infinito y Talía respiró con lentitud, incapaz de erguirse. Toda colección tiene a un interesado y meticuloso coleccionista. Y, desde luego, ella había demostrado ser un espécimen raro. Y había escapado.

La puerta se abrió, pero antes Talía se había hundido en la jaula de nuevo.

Los muertos agradecen el silencio, igual que los vivos la ignorancia. Por suerte, la oscuridad ofrece ambas.

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