RELATO: EL DESEO DE DORMIR SIN SOÑAR

por Carlos Ruiz Santiago

Dios te castiga dándote lo que más deseas. Porque el amor no te quita la soledad, los objetivos no te ayudan a estar menos perdido y la valentía y la lógica no logran arreglar lo intrínsecamente roto.

Por ello Violeta se sentía sola, perdida y rota.

Un amor enorme en unos ojos grandes que la observaban con una adoración imposible de emular, una carrera ascendente en un mundo masificado y carnívoro que la asfixiaba y la vapuleaba sin descanso, los fallos constantes ante todas las tentativas de hacer las cosas bien.

Rota y sin solución, Violeta andaba entre las amplias calles de la ciudad cual espectro de la misma urbe, como un reflejo del rostro más pútrido de una sociedad decadente por la que luchaba por inercia, muerto ya el idealismo. Los edificios se torcían como ramas ante los vendavales, muecas torcidas y oblongas en sus fachadas sombrías, luces gaseosas en una lejanía inalcanzable que, lejos de alejar las tinieblas, solo las acrecentaba. El ruido de los coches era un crepitar constante, como el de la lluvia cruel que golpea un cadáver infantil, raquítico y de ojos vacíos. Maldad y solo maldad en el mundo del acero helado y la piedra pulida.

Violeta besaba sin besar, veía sin ver, caía a la espiral de las pesadillas sin control, cada noche una tortura que ponía a prueba su entereza para no alcanzar el cuchillo y que su brillo fuera el esperado descanso. Quien fuera, quien fuera tan valiente, se decía en ocasiones.

Todo hasta que, un fin de semana, sacó algo de dinero para ir a una ruta de senderismo. Lejos, en la montaña, entre viejos sauces partidos y ojos fulgurantes y efímeros. Lejos de todo, donde el aire no olía a aceite y los sonidos no la asustaban, no la hacían sentir triste y arrinconada.

Las sombras cayeron antes de lo esperado y el grupo con el que iba se asustó, corderos lejos de la luz de su esclavizador, como si el peso de sus propios pasos fuese extenuante en exceso. No era el caso de Violeta, que no temía a la noche si extendía el manto alado de brillantes estrellas.

Se perdió en la foresta, separándose del grupo. Una canción sin letra ni notas parecía atraerla, entre silbidos del viento y azotes de ortigas. Llegó a una diminuta cueva llena de huesos viejos y mohosos, colgados entre vetustas construcciones de madera. Al fondo, había un pequeño altar pétreo cuyas intrincadas formas talladas en su superficie habían sido parcialmente borradas por el cruel tiempo. Parcialmente tan solo, pues el lento transcurrir no lo puede todo. Sobre el altar, descansaba una corona. Acero negro, forjado y bruñido, con tres grajos graznando surgiendo de ella, como a mitad de vuelo. La sangre le martilleaba los oídos a Violeta y la respiración parecía entrecortársele con la de un millar de criaturas de la noche.

Asió la corona con las manos y la sintió pesada y densa. Se la colocó en la cabeza y la notó liviana y mágica. Soltó vaho que, en la oscuridad, pareció teñirse de escarlata. Luego, regresó.

Dios te castiga dándote lo que más deseas. Y eso es cierto, aunque Dios no existe. Aunque lo hiciera, no te amaría, te odiaría, pues Él sería una criatura contrahecha que nunca podría usar sus poderes para obtener lo que desea. Porque todos los seres ansían la condena del libre albedrío.

Violeta regresó a la ciudad, pero las sombras parecían más largas y puntiagudas, todo más alejado y asustado. Temeroso de ella. Cuando la ansiedad la devoraba, cuando el abismo la atraía hacia sí, iba al parque cerca de su casa y se apoyaba en su árbol favorito, aquel álamo gris partido como una zarpa artrítica. Allí se ponía la corona y un grajo acudía, obsideo y refulgente a un tiempo, como luz negra.

Y concedía cosas.

Un exnovio volvió y ella sintió lo que era el amor y decidió continuar con ambos y sacar lo que podía, y disfrutar lo que podía, y exigir lo que se le debía. Y, cuando el remordimiento la golpeaba, iba al álamo gris y se colocaba la corona. Los ojos rojos, nublados.

La carrera se volvió sencilla, vomitar información se volvió simple y las oportunidades laborales se abrieron ante ella casi con una súplica. Conocimientos banales que la hacían sentir vacía, que no le aportaban nada, que no le ayudaban. Sin descanso aun sin hacer nada, como un tormento que venía de demasiado cerca. Y, cuando la angustia la golpeaba, iba al álamo gris y se colocaba la corona. Piel ceniza, ramas negras y retorcidas entre las verdosas venas.

Cuando aquella polis de aspecto sucio y color sepia parecía retorcerse sobre sí misma y cerrarse como una ampolla llena de pus, ella visualizaba el bosque. Lo veía claro e inabarcable, arcano como cada luz dorada que sobre él caía y danzaba con la noche argéntea. Y cosas con ojos brillantes la miraban y se arrodillaban, aullaban y carcajeaban como heraldos de estrellas pútridas. Hadas del bosque, alimañas parásitas, zorros y ciervos, faunos y sílfides, lamias y estriges. Reina de todos, conquistadora de mundos, señora de señoras. Y, cuando la incertidumbre la golpeaba, iba al álamo gris y se colocaba la corona. Cabello de niebla ónice, espesa y cruenta, zarpas de águila y plumas lustrosas.

Cuando los tres grajos graznaron sobre el árbol gris, Violeta ya no era humana, ya no era más que una cosa que reinaba con una corona, que rompía una paz silenciosa, y seres jactanciosos y sedientos avanzaban. Y ella lo observaba todo entre pozas de sangre y enredaderas que todo lo comían. Entre una magia que hacía rugir a los árboles, entre gritos y alaridos. Entre la nada y el todo, ella observaba. Sola, perdida y rota. Un juguete y nada más, al servicio de un amo u otro. Favores por favores, consecuencias inevitables y caminos demasiado avanzados para desecharlos.

Violeta se echó entre la maleza, junto al árbol torcido, y cerró los ojos. Al instante, el viento la levantó con un susurro, una petición. Ella se irguió de nuevo, sintiéndose como algo más allá de ella misma, como si pudiera observarse cual sujeto dolorosamente pasivo. Con su paso de divinidad cruel avanzó sin opción, entre monstruos verdosos o rosados, entre un carmesí u otro, entre odiosos seres que chillaban o rugían. Nada parecía tener importancia.

Observó la obra en la noche con crecientes estrellas, a los seres del bosque masacrarse contra el acero y el fuego en una danza macabra. Y no sintió Violeta remordimientos, pena o esperanza. No sintió absolutamente nada, como si todo ocurriese en un cuento de hadas. Uno solo, perdido y roto.

Suspiró lentamente, pensando no por primera vez si la única manera de llegar al fin era cerrar el libro ella misma.

Tras ese pensamiento, el mundo siguió girando y los grajos graznando.

Como siempre.

1 comentar

Vicente diciembre 8, 2023 - 9:56 am

Qué chulada de relato.

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