Donde la noche crece (Varios autores)

por José Luis Pascual

Título: Donde la noche crece

Autor: Varios autores

Editorial: Escuela de Imaginadores

Nº de páginas: 154

Género: Antología de relatos de terror

Precio: 14€

Anochece en la Escuela de Imaginadores. Los escritores piensan, se estremecen, escriben. Donde la noche crece surge con la luna, abrazando nubes oscuras y mirando con ojos de monstruo. Brillantes. Despiadados. He aquí los horrores contenidos en esta bestia de múltiples voces, prologada y sujeta con correas por Juan Jacinto Muñoz-Rengel. Agarra fuerte, JJ, que las furias escapan.  

Abrumado por el honor de abrir la antología, dejo las sensaciones que genera Ponte en mi piel para el lector. Solo diré que es un relato breve, de caminar arrastrando los pies a través de frases interminables y bucles imposibles. ¿Imposibles? Espero vuestras reacciones. 

Enseguida obtenemos una recompensa de aire clásico, cercano al gótico, que arrastra un aroma a sangre, óleo y pintura. Porque Los muros están cambiando, y el alma torturada del artista es un tsunami que todo lo arrasa, acabando con el arte, con la progenie, con la vida. Mala sensación la de estar encerrado con tus creaciones, estén hechas de trazo o de carne. Miguel Garrido de Vega pinta con el pulso requerido. En la mansión, el viento. La aberración ríe.

Natalia Villanueva Plaza nos plantea un mantra para el recuerdo: No podrás olvidarme. La transición entre el espectro antiguo y los nuevos tiempos, en un desplazamiento breve y veloz por los miedos familiares, el miedo a la madre, el miedo a la hija. Es un miedo constante, de los que no desaparecen. Un miedo de claustrofobia que huele a rancio, a polvo acumulado, a poca luz. No es fácil lidiar con el peso de los huesos, ya sean propios o ajenos.

Miguel Prieto devuelve a El ogro su condición de monstruo a reivindicar. ¿Torpe, lento y descuidado? De eso nada. El ogro es bestia, maldad feroz y nauseabunda, un icono del terror que domina su reino de mazmorras, donde hace prisioneros de los que nunca se apiada. En esta reversión del mito, lo nuevo y lo peor es que viene acompañado. Incontestable.

El vacío del abandono, la poesía de la pérdida, el refugio del candor infantil que ya no es. Todo ello refulge en Historia de una lágrima, cuento en el que Claudia Sánchez Vidal sabe tocar la fibra ahondando en unos oscuros sentimientos de infancia. Muy tristes letras impregnan este resbalar hacia el mayor de los desasosiegos. Y el bosque, tan presente, con tanta magia y negrura, con tanto barro y frío, incapaz de cobijar a un niño.

¿No son maravillosos los bucles? Cuando están bien resueltos, nos proporcionan un escalofrío de satisfacción. Silvia Zuleta Romano lo borda en Siempre está, agarrando de frente un tema delicado como el maltrato y retorciendo sus solapas para hacerlo girar. Busca varios miedos aquí la autora. Y, para mi gusto, los encuentra. Contundente. Maravilloso bucle.

«Pensé en irme, pero en vez de eso toqué su brazo; estaba frío, como si la sombra montañosa se hubiera adherido a su piel». Los Reflejos de Jorge Duarte son los del agua nocturna, un lago bajo el que descansan misterios del pasado y el futuro. De nuevo un niño, de nuevo su madre. De nuevo una tragedia, aliñada con la fatalidad de la esperanza. Y de nuevo, los toques de buena literatura.

Por algún motivo, Clive Baker acude a la mente al finalizar El secreto de la ausencia. Tras el punto final, hemos de comprobar el nombre del autor una vez más, un tal Eduardo Sánchez Aznar. Su secreto es como el tren de la carne de medianoche, pero en lugar de en tren viajamos en un taxi. Espacio mínimo poco explotado en el terror, y aquí aprovechado con elegancia, mostrando aquí y ocultando allá, reverenciando a monstruos modernos y antiguos, sugiriendo. Eduardo, tu nombre es un alias, ¿verdad? Estoy seguro de que naciste en Liverpool.

«Los ojos se le caían, se le enfriaban». Portento de contención y crueldad, Criábamos gallos justifica la antología. Cualquier antología. Alejandro Mardones de la Fuente picotea con saña el texto, a base de mordiscos cortos y precisos. Sabe lo que hace, y juega con nosotros. Y lo único que podemos hacer es seguir adelante, horrorizados de verdad ante la obligación, ante lo inevitable, ante la tortura. Absolutamente genial, desde el título hasta la última palabra.

La Carola es una adolescente de barrio marginal, y como tal hace cosas que, de vez en cuando, acarrean peligro. Magnífico retrato de adolescencia, de incertidumbre y desesperanza. Magnífica literatura. El grupo de chicas, el mendigo, la pobreza y la muerte, la amalgama de letras de Mariana Enríquez, de Mónica Ojeda. Apunten un nombre a su lado: Cinta Tabuenca.

La carne como pecado y sustento. La adoramos en su forma prohibida, la cocinamos para saciarnos. El hijo de mamá no se sacia nunca, igual que su padre. Compañero Andrés Quintero: qué crueldad, qué castigo intuido, qué elipsis portentosa. Otra vez la madre protagonista, sufridora, penitente, dedicada, terrible. Y ese apretar de dientes que todos hemos sentido. Enhorabuena.

Menuda nana breve y contundente. El horror convertido en una Canción de cuna vuelve a traernos ecos de la voz de la madre, de la voz de la hija. La incomprensión y la venganza. Ecos de Carrie en una brutal píldora de Matilde Tricarico D’ambrosio, que canta su canción con un timbre propio. Y las ventanas pidiendo ayuda para cerrarse.

Hay querencia por la escena minuciosa en El despacho de don Pascual. Óscar Vellosillo González despieza a buen ritmo un relato que se representa con imágenes precisas en nuestra cabeza. El despertar sexual entre carnes y olores de matanza, rodeados los cuerpos de cuchillos, serruchos, hachas y tenazas. Algo que, evidentemente, no puede acabar bien.

Afilada Nostalgia. En ella, la incomprensión da paso a la sorpresa, a la verdadera naturaleza del mal. Cecilia Castelló viene impregnada, y nos impregna, de la peligrosa asepsia de hospital, de su olor a cirugía y su penumbra esquinada, de la respiración ronca del compañero de habitación, de lo insípido de los alimentos y la vida. Porque las apariencias engañan, y no siempre la nostalgia es buena. De mis favoritos.

Ambiente de pueblo, oclusivo, aroma a metal. Rosa Navarro nos traslada a un lugar apartado, una población minera en la que no hay mineros. La orfandad es muy distinta para dos hermanos, chica y chico, obligados a vivir con su abuela. Y la abuela guarda secretos, claro, y también el pueblo. Un centinela gigante lo domina todo. Polvo al polvo. Porque papá comenzó a arder una noche cualquiera. Se hace corto este horror renegrido, pero su olor a quemado permanece.

Para llegar al final, solo nos queda traspasar El Umbral. Y menudo viaje. De juventud perdida, de barbarismo y de destrucción de cualquier esperanza. Como ha de acabar un libro de terror. Un tobogán que lleva al infierno. Los hechos empiezan turbios y terminan rojos, en una construcción de relato que deja entrever una historia mucho más grande. Tremebundo estreno en la publicación de su autor. Que sean muchos más, Carlos Tolmo.

Curioso que, como bien se apunta en el prólogo, sea la familia el principal vértice de los miedos aquí incluidos. La amenaza, el cambio, el mal, están mucho más cerca de lo que creemos. No hace falta buscar en dimensiones desconocidas o casas encantadas. Nuestro propio hogar, nuestros seres más cercanos, pueden ser la causa de nuestras pesadillas. Y ojalá fueran solo pesadillas. 
Donde la noche crece es un artefacto que se traga la luz y nos deja ciegos, enfrentándonos al horror a través de otros sentidos. Dicen algunas voces que el terror es un género menor, que está acabado, que siempre se cuentan las mismas historias. Que nadie lo menosprecie, o Juan Jacinto suelta las correas. ¿Queréis que la noche crezca? Tan solo tenéis que leer.

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