Un ruego antes de arrancar: pulsad el play sin miedo y mantened esta extrañamente familiar melodía de fondo mientras me acompañáis de viaje por la masacrada Viena de posguerra. «Jamás Viena estuvo tan bella como en El tercer hombre», ha dicho en innumerables tertulias el «abuelo» Garci, absoluto devoto de este film, y yo, lo quiera o no, no puedo estar más de acuerdo. Ni siquiera la Viena imperial de El ilusionista lograría eclipsar a esta versión ajada, dolida y fusilada por las cicatrices de la guerra. Tampoco la incesante marabunta diurna producto de la ocupación vencedora a cuatro bandas (rusa, francesa, inglesa y americana) impide que la noche y el toque de queda le devuelvan toda la belleza muerta de los confinamientos.
No obstante, he decidido regatear a la embaucadora melodía que se escapa de las manos de Anton Karas y a su influjo para centrarme en lo tangible. Porque ya lo dijo Graham Greene, autor de la novela, si es que se puede llamar así a un texto nacido con alma cinematográfica: «El tercer hombre no fue escrito para ser leído, sino para ser visto». Cuando Carol Reed le pidió un guion después de su exitosa colaboración en El ídolo caído, Greene vio la oportunidad de darle vida a una frase escrita hacía años en la solapa de un sobre:
«Había transcurrido ya una semana desde que hiciera mi visita al cementerio para despedir los restos de Harry. Fue, pues, con incredulidad como lo vi pasar, sin que diera señales de reconocerme, entre la muchedumbre de desconocidos del Strand».
Así nacería El tercer hombre y así cobraría vida creativa el alter ego del autor en busca del rastro de su amigo Harry Lime. Decimos bien, alter ego, aunque cualquier parecido con la realidad será de una sutil ironía que el paso de los minutos irá destapando. Y es que Holly Martins, como no podía ser de otro modo, es escritor. Hasta ahí las similitudes. Quien hubiera pensado que el tantas veces vilipendiado ego de autor se haría presente en forma de héroe que salva el mundo y se lleva a la chica, corre el riesgo de quedar profundamente defraudado. No lo había avisado, pero entramos en territorio spoiler, así que, si no has visto esta joya, ¡corre, insensato! Aquí te esperaré tomando un café estilo local con nata montada y un puntito de whisky. Carajillo europeo con caché.
Volvamos con nuestro protagonista «oficial». Holly, un mediocre escritor de trago generoso, con los bolsillos de su chaquetón más llenos de agujeros y buenas intenciones que de efectivo, aterriza en Viena al reclamo de un viejo amigo que le ha ofrecido trabajo. Y es que pueden haber pasado más de 20 años, pero hay cosas que no cambian: la escritura no paga, y menos si escribes western.
En todo momento vamos a poder apreciar las muestras del chauvinismo británico del que hace gala Graham Greene para caricaturizar a los americanos por medio de su protagonista. Arrogante hasta rayar lo estúpido, irónico con puñal romo y romántico de manual, pero, sobre todo, adalid del perdedor orgulloso que intenta estar siempre a la altura, así se nos presenta al «héroe» de esta intriga, fiel representación del americano venido a menos que se cree más de lo que es y que se vende por más de lo que vale. Tan innovadora es la película en ese aspecto que, a pesar de la dictadura del moralismo, incapaz de permitir triunfar al villano, al «bueno» de esta historia no le va a refulgir la armadura y va a costar bastante identificarse con él. Ni siquiera se llevará a la chica, una chica para la que va a ser transparente y de la que sería su pagafantas de no ser por el hecho de no tener ni un céntimo y que sean todos los demás, incluyéndola a ella, quienes le vayan pagando las cuentas. Desde 1949 ha llovido, por eso tiene tanto valor una propuesta de este tipo.
Recapitulemos: Holly acaba de pisar Viena y en cuestión de minutos descubrirá que su amigo ha fallecido víctima de un atropello. En el entierro, al que ha llegado por los pelos, vemos por primera vez a Anna Schmiddt, una afectada belleza que compartía con el difunto amistad y roce. Ya tenemos bueno, ya tenemos chica. Llegan ahora de golpe dos nuevos personajes: el héroe encubierto, un oficial inglés al cargo de la ocupación Británica, el mayor Calloway y su mano derecha, que serán los encargados de explicarle que las cosas no son lo que parecen con su amigo Harry Lime. Holly, en un nuevo achaque de quijotismo, va a decidir descubrir la verdad sobre la muerte de su amigo y limpiar su nombre.
Aquí comienza el primer tramo de la película, el más largo, el de la intriga y el ¿qué pasó con Harry Lime? Una serie de personajes de relleno después, la investigación va a llevar a la presencia de un tercer hombre en la escena del atropello que todo el mundo se empeña en ocultar y del que la policía no sabe nada. Entre flirteos que no dan en el blanco, irreverencias del protagonista hacia una policía que intenta ayudarlo y un aura constante de acecho, se llega al fin de esta parte de manera magistral con la revelación del tercer hombre en una de las apariciones más espectaculares de la historia del cine. La luz de una lámpara enfocando el rincón oscuro quita el velo a la cara de luna llena de Welles con su sardónica sonrisa. Como dato curioso de esta escena, el mensaje que nos cuela el director subliminalmente a través del gato de Anna: un animal arisco que no quiere a nadie salvo a Harry, que ni siquiera es su dueño. Y es que se puede ser mal amigo, peor novio y mayor villano y, con todo y con eso, ser merecedor del amor incondicional de una mascota.
Pero no hay gaterío capaz de robar protagonismo a un Orson Welles que, desde antes incluso como tercer hombre misterioso, va a ser la gran figura de la película con una interpretación grandiosa.
La historia sigue de manera previsible, dentro de unos límites: el amigo no es como se le recordaba, fruto del incipiente capitalismo, mejor herramienta de prosperidad del hombre sin escrúpulos. Tan mezquina es su falta de humanidad que le lleva a despreciar el amor que tiene y no desea. Porque Anna ama a Harry de la manera más pura: le quiere porque sabe quién es y lo acepta. Holly, en cambio, va a sentir el desamor al ver que su recuerdo no corresponde a la realidad. Y es que para el idealista rara vez cuadran ambas visiones.
En esta segunda parte, más breve, se presentan una serie de dilemas morales sobre lo correcto, lo puro, lo inevitable. El mayor Calloway intentará convencer a nuestro protagonista de que les ayude a apresarlo, para lo que debe empujar a Harry fuera de la zona rusa, pero Holly, el idealista Holly, no querrá traicionarlo a pesar de ser ya consciente de que su amigo efectivamente está muerto y que quien tiene delante es una persona distinta. Camino del aeropuerto, el mayor jugará su última baza mostrando las consecuencias de los negocios de Harry: un hospital infantil con los afectados por sus negocios de extraperlo que incluyen vacunas de penicilina manipuladas. No hay idealista capaz de quedarse al margen ante algo así, de modo que entramos ya en la última parte: la de la persecución, de la que no hablaré con la esperanza de que aquel que ha llegado hasta aquí no haya visto la película y se termine de animar. Ver las entrañas de Viena con esa luz y los dedos que buscan la libertad (dedos que son en realidad de su director, en una escena propuesta por Welles), es un ejercicio que vale mucho la pena.
Igual que valen la pena los dos últimos minutos solo con la cítara de fondo sobre los que el director tuvo tantas dudas y que son hoy historia del cine. De los dos finales posibles, se optó por el más arriesgado, lo que resultó ser un acierto y una guinda perfecta.
Orson Welles dejó dicho que uno de los mayores errores de su vida profesional fue aceptar un pago fijo y no haber ido a porcentaje como se le propuso, porque se habría hecho de oro. No está mal un poco de justicia poética que trascienda, Harry.
B.J. Sal
Forjador
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Enhorabuena por el fichaje. Seguiremos leyendo al fichaje.