Hoy estoy nostálgico, así que busco la compañía de los viejos amigos, vuelvo a Lovecraft, del que tanto, al parecer, se habla, y tan poco se dice; hojeo el segundo volumen de la Narrativa completa, de Valdemar, y me detengo en El que susurra en la oscuridad.
A menudo Lovecraft elige como protagonistas personajes escépticos, reticentes, cuanto menos, a dejarse llevar por miedos o supersticiones, y que a pesar de ello se van a enfrentar con la realidad que en tales miedos y supersticiones se encuentra indefectiblemente; y aquí, en El que susurra en la oscuridad, se da el caso. Cuyo se pone de manifiesto ya en el segundo párrafo:
«Me divirtió ver cómo personas con estudios insistían en que bajo esos rumores quizá yacía un estrato de oscura y desvirtuada realidad».
Esto pone al lector en las antípodas del clímax final que, paradójicamente, sabemos, siempre, que llegará (de hecho un poco antes, en el primer párrafo, graciosamente, ya nos había preparado para lo fantástico, lo increíble que ha vivido el narrador: «No había signos de visitantes, ni de esos horribles cilindros y aparatos que vi almacenados en el despacho». ¿Qué diablos? ¿Horribles cilindros y aparatos? Lo alieno ya está ahí, lo inexplicable).
De momento (estamos en los dos primeros párrafos aún) solo hay rumores («historias disparatadas») procedentes de «antiguas supersticiones rurales». A menudo también sus protagonistas son cultos y respetados (en algunas historias poco a poco devienen de cultos a excéntricos, y de respetados a tachados de locos e infames), y esto fortalece esa posición en las antípodas del clímax, esa sosegada presentación racional de la historia: «Tened presente que a la postre no vi propiamente ningún horror», ay, ese juego de racionalidad-fantasía; esta primera frase del relato nos avisa de la certidumbre de esas «antiguas supersticiones rurales» antes de mencionarlas siquiera.
De cualquier manera entra H. P. de lleno, antes de que terminemos la segunda página (recién sentados con el libro entre las manos) en la definición de unos extraños seres: «eran rosados, de unos cinco pies de longitud, con cuerpo de crustáceo, provistos de un par de enormes aletas dorsales», etcétera. En este punto ya estás dentro, y no vas a poder salir; sabes que de momento todo lo que cuente como impostura o exageración: es verdad, y de hecho se queda corto: la mesura intelectual del narrador nos hace desmesurar a nosotros mismos.
A partir de aquí hasta entrados ya en el segundo capitulillo Lovecraft se divierte, digamos, escribiendo la parte enciclopédica, mezcla de datos reales e historias inventadas, salpimentado siempre con notas eruditas, entretejido todo con esa maestría que acaso solo Borges, además del propio H. P., ha manejado, perpetrando tales enjundiosos batiburrillos.
Y es en este segundo capitulillo donde por fin se nos presenta a Akeley, personaje basado en un ermitaño real que Lovecraft conoció en 1928 en Brattleboro; «hombre de carácter, culto e inteligente». Esto es para que no nos quede duda de que lo que se avecina no son paparruchas pueriles y sin fundamento de endogámicos tarugos de la zona. De momento hemos soltado la mano de Albert N. Wilmarth, el narrador, y por medio de sus notas y recuerdos de la carta enviada por Akeley («supuso [se refiere a esa primera carta] un punto de inflexión en mi propia historia intelectual») nos dejamos llevar ahora de la mano del propio Akeley; leyendo su increíble (aunque ya he dicho que nos la vamos a creer sin dudarlo) historia de su propio puño y letra (aunque la carta ya esté perdida, vamos casi a verla), con esa «letra apretada, garabateada en el estilo arcaico de quien no estuvo muy en contacto con el mundo en su tranquila vida de erudito».
Y, albricias, desde aquí hasta el tercer capitulillo entramos, nos sumergimos plenamente, en lo abominable, y ya no se entrelaza realidad y ficción, no: ahora Lovecraft se explaya en lo fantástico, se divierte, casi puedo verlo sonreír mientras echa más leña al fuego compositivo. Nuestro estado pasa al punto de desasosiego y tensión necesario, con ojos desorbitados (y sin embargo una disposición sosegada, racional ante lo increíble) nos enfrentamos con lo inefable.
«Algo había en los montes de Vermont que sobrepasaba con mucho el radio de nuestros normales conocimientos y creencias».
El resto es pura acción al más puro estilo Lovecraft, y de hecho este relato tiene cierto ritmo cinematográfico incluso; ya solo queda dejarse llevar, dejarse engullir por la fantástica, desmesurada (y tan creíble) historia que nos cuentan los dos eruditos.
No pierdo nunca de vista esto con Lovecraft: la diversión. A veces he escuchado, o leído, sandeces como: “Lovecraft es complicado, espeso, difícil”, etcétera. Y no comprendo, francamente, que pueda haber algún pazguato seudo intelectualoide que se dedique en serio a leer a Lovecraft (¡¿Al mismo Lovecraft que yo leo?!) y decir o pensar tales tonterías, que sí que son espesas. Es tan fácil como esto: si no te gusta, no lo leas. A mí su literatura me encandiló, y jamás la he encontrado farragosa ni ninguna de esas abstrusas cosas que he oído decir a su respecto, au contraire: posee un ritmo sofisticado a la par que ligero, te mete en su juego tan maravillosamente como un viejo feriante histrión presentando a la mujer barbuda, ese gordo vestido de mujer…
En fin, ya me iba por las ramas denostando imbéciles, aún sabiendo que mis artículos los leen solo buenas gentes de criterio impecable y discreción absoluta. Sirvamos otra copita de brandy, o de jerez, avivemos el fuego, y continuemos el descenso atribulado por este tobogán literario que nos dejó el buen Lovecraft, ¡alabado sea su impío recuerdo! ¡Iä!
Fco. Santos Muñoz Rico
Redactor
2 comentarios
A mí, personalmente, su etapa «realista», la relacionada con los mitos, me parece muy fluida y fácil de leer, como bien dices, te engancha de un modo muy de cine, natural. El susurrador es de mis relatos favoritos de H.P, por varios motivos, uno es la facilidad que tiene de meterte en una realidad fantasiosa, y de atraparte por completo. Luego, por supuesto, y poco se habla de ello, la capacidad de introducirte en un mundo literario del que, misteriosamente, quieres ser partícipe como escritor. Lovecraft es un maestro.
Un artículo de auténtico carnicero. Muy bueno.
Alabado sea.
Más Lovecraft. Larga vida a su legado.