Introducción (por José Luis Pascual)
La figura del resucitado está presente en la ficción desde hace siglos. Podemos descartar la falsa resurrección de Sherlock Holmes tras el aluvión de críticas que recibió Conan Doyle tras fulminar al detective más famoso de todos los tiempos. En cambio, Emila Pardo Bazán devolvió la vida a Dorotea de Guevara directamente desde su tumba, en su célebre relato La resucitada. Podría decirse que White Zombie (1932) inaugura el cine de muertos vivientes en su concepción moderna, aunque todo el mundo relacionará al monstruo con la fundacional La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero, trasladada al papel unos años después por el escritor John Russo.
Muchos recordamos el revuelo que suscitó La muerte de Supermán, el ya clásico cómic de 1992. Poco tardó el kryptoniano en resucitar, demostrando que un buen regreso a la vida es una fantástica estrategia comercial.
No hay que olvidar otras aproximaciones a la temática como el manga El hombre cadáver de Hideshi Hino o la reciente Descansa en paz, novela de John Ajvide Lindqvist adaptada recientemente al cine con buen resultado.
César G. Damiá añade su propia versión del resucitado trasladándonos a una maravillosa ambientación wéstern muy deudora de las películas de Clint Eastwood. En El muerto, el protagonista regresa desde la horca para cobrarse una justa venganza. La mezcla de wéstern y terror resulta muy estimulante. Dejad que os acaricie el polvo del desierto, y vislumbrad la figura del resucitado. Ya se acerca.
El muerto (César G. Damiá)
El cuerpo tensa la soga que se enrosca en su cuello. Un ligero balanceo marca el transcurrir de un tiempo que ya no le pertenece. El fondo es un bello atardecer que se destiñe a cada instante. Un relincho rompe el silencio. Como si fuera un canto de sirena, lo acompaña hasta la locura. Un caballo aparece en el cuadro. Viaja sin silla, sin alforjas, sin riendas. A su lomo, una figura macabra. Un hombre incompleto que perdió piel y carne en algún momento.
El animal se detiene y un dedo huesudo apunta al cadáver que cuelga del árbol. El cielo ha oscurecido y se ha plagado de estrellas. En alguna parte aúlla un coyote. Es esta una jornada de lamentos. El jinete ríe. Espolea al caballo y se pone en marcha. Las pisadas se alejan al galope y ambos se pierden en la noche. El muerto se mece, la cuerda rechina y unos ojos cobran vida.
El revivido siente la presión de la cuerda alrededor del cuello. La agarra con las manos e intenta liberarse. El esfuerzo es inútil. Decide cortarla de cuajo con su cuchillo. El filo saja y el cadáver cae a peso sobre la tierra roja del desierto. No nota dolor, pero la piel le arde. No siente hambre, aunque el estómago ruge como un león. No tiene sed, pero la lengua es esparto. Se levanta y se pone en marcha sin rumbo, guiado por un impulso.
Sus ojos son dos ascuas encendidas que avanzan en la oscuridad. El blanco ha cobrado un color amarillento, enfermizo. Pero ¿qué le importa a un muerto la enfermedad? Divisa las luces de unas casas en la lontananza. Son pocas, apenas un puñado. Le bastan.
Se encamina hacia ellas.
*
Todavía no ha amanecido cuando llama a una de las puertas. Dos golpes con los nudillos. Piensa que si no abren tirará la puerta abajo. No existe un porqué, pero sabe que así será. Se escuchan voces en el interior. Quejidos en su mayoría. Pronto tendrán verdaderos motivos para lamentarse, aunque eso aún no lo saben. Finalmente, un hombre en ropa interior abre la puerta. En la mano lleva un revólver. Puede que esté cargado.
El muerto lo inspecciona de arriba abajo sin expresión alguna. He venido a por ese revólver, dice. Es lo primero que se le ha venido a la cabeza. Seguramente sea cierto. El otro lo encañona y da un paso atrás. Ven por ella, responde. Ahora parece desafiante, se siente ganador en ese duelo inesperado. El muerto se adentra en la casa y tiende la mano para agarrar el arma. Antes de tenerla en sus manos, estalla un disparo. Nota cómo la bala lo atraviesa a la altura del hígado. También observa cómo el rostro de su enemigo se transforma en cobardía. Su coraje está tan muerto como su rival. El arma ha cambiado de manos. Una sangre muy espesa mana del muerto, empapando sus ropas.
Una mujer aparece en escena. Viste un camisón remendado. El pavor se adivina en sus ojos, aunque intenta disimularlo. Se aferra a su marido, que ha caído al suelo de madera. Sus pantalones despiden un inconfundible hedor a mierda.
El muerto se desentiende de la pareja. No por compasión, sino simple desinterés. Cerrad la puerta y no abráis a nadie, les dice, y se marcha con la misma cadencia con la que había llegado al poblacho. Mañana todos hablarán de él. En las futuras conversaciones será más repugnante y cruel que en la realidad. Tampoco le importa. Sabe que así es como se forjan las leyendas. Y él va a convertirse en una.
*
El sol abrasa la tierra con su ojo de fuego. Las chicharras no cesan su canto. Algunos matorrales sobreviven como un milagro. Un hombre avanza con paso firme, sin prisa aparente. De su mano cuelga un revólver. Ni siquiera se ha detenido a comprobar cuántas balas hay en el tambor. Espera que haya las suficientes. En el horizonte se alzan unas montañas. A sus pies, una pequeña ciudad. Un hogar para mineros, cazadores de pieles y bandidos. Desde allí parte un desfiladero que atraviesa la cordillera, el único camino viable a menos que pretendas dar un rodeo de ocho jornadas a caballo. El muerto no necesitará atravesarla. Lo que anda buscando se encuentra en aquella ciudad.
El mediodía es ya un recuerdo marchito. Unos buitres han aparecido en las alturas. Vuelan trazando grandes círculos alrededor de un muerto. Son animales pacientes, casi tanto como el desierto. Lo siguen con sus alas y también con sus ojos pétreos. El cadáver ya no viaja solo, eso lo reconforta. La soledad no la desean ni las tumbas.
El suelo se torna pedregoso en las inmediaciones de la ciudad, como un anticipo de las montañas. Parece un aviso de que el terreno está a punto de volverse inaccesible. El muerto aprieta el revólver con más fuerza entre sus dedos. Se aproxima la hora de entrar en juego. Los buitres todavía lo acompañan en el cielo.
Accede a la ciudad por una calle estrecha. El firme es una mezcla de rocas y barro por el que apenas puede caminar un caballo sin romperse una pata. Una mujer se asoma a la calle y arroja un cubo de agua sucia. Evita la mirada del muerto. Se resguarda y asegura la puerta con una traviesa.
Un buitre se ha posado al final de la callejuela. Aletea como queriendo alardear de su gran tamaño. Lo cierto es que podría llevarse a un bebé si se lo propusiera. Pero el buitre lo quiere muerto. Así que espera.
La nueva calle es bulliciosa. Una arteria de la pequeña ciudad. A ambos lados hay tiendas, personas que deambulan con una lógica que se le escapa al muerto. Sin embargo, él sabe adónde debe ir. Nadie se lo ha dicho. Lo sabe y punto.
*
En un establo, un hombre cepilla a un caballo. Lo hace con pausa, llevando su mano de arriba abajo, tomándose su tiempo. El animal lo agradece. El muerto observa la escena. El mundo es engañoso. Un ser amable puede transformarse en un demonio de un minuto para otro.
El cadáver todavía recuerda aquella mirada de ojos grises. Siente la necesidad de lanzar un escupitajo al suelo. El hombre lo escucha tras de sí y detiene su labor. Sabe que algo no va bien. Al menos, no para él. Se vuelve y enfrenta al recién llegado.
Se te ve bien, dice el muerto. Tú tienes un aspecto horrible, responde el vivo. La conversación se detiene, no hay mucho más que decir. Ambos conocen los hechos, las razones y su destino. El hombre se aleja del muerto, siempre enfrentándolo, sin pestañear. No te alejes más, dice el muerto. El hombre se detiene. No sabe por qué obedece, pero así sucede. Se lleva la mano izquierda a la cintura, acariciando la culata de su revólver. Se clavan la mirada. El tiempo se detiene.
El vivo mató una vez al muerto. No ha pasado tanto tiempo de eso. ¿Podrá su revólver conseguir lo que no logró una cuerda? Se hace esta y otras muchas preguntas. Los ojos del muerto no hablan. Carecen de humanidad.
Dispara tú primero, que nadie diga que no fue una pelea justa, dice el muerto. El vivo permanece quieto. El sudor le cae por la frente. El caballo ahora se mueve inquieto. De alguna parte llega el graznido de un buitre. Su larga espera terminará pronto. Una ráfaga de viento remueve las briznas que cubren el suelo del establo. De pronto, un estallido. Luego otro. Y dos más. El aire se ha llenado de pólvora y silencio. Los dos hombres se reflejan como dos caras de una misma moneda.
El vivo cae de rodillas. De su boca mana un hilo de sangre. Su cuerpo es un mazacote de fluidos y tripas. Sus ojos cerrados esperan un par de monedas de plata.
Nunca las recibirán.
*
Un par de buitres se cuela en el establo dando brincos. Después de tanta demora, les reconcome la impaciencia. El muerto se marcha, si no satisfecho, al menos complacido.
Un mundo tan ancho contiene infinitas venganzas esperando a ser cumplidas.
C. G. Demian
Redactor, El Centinela
9 comentarios
Magnífico
Hay poca sangre, pero no está mal
Eso mismo he pensado yo, miarma.
Ya lo dicen en Japón “mucha sangre no significa violencia, poca sangre puede ser apocalíptico”
Muy bueno, compi.
Mira tus mensajes, tienes un regalito
Gracias por la chocolatina!
No era chocolate, era avecrem
Con microchips disfrazados de chocochips