En 1976, Martin Scorsese alcanzó uno de los vértices cruciales de su carrera. De alguna manera, Taxi Driver conjuga todas las obsesiones del realizador al sumergirse en las latentes vísceras de una ciudad y una sociedad que afronta un momento decisivo, debatiéndose entre la aceptación del desarrollo que le permita evolucionar o abrazar la decadencia que amenaza sus cimientos. Así, enfrentando las promesas de futuro que se focalizan en un candidato político a la presidencia con el despliegue de la vida nocturna y de bajos instintos de la ciudad, el director labra un terreno cuya siembra es incierta, siempre a la espera de una tormenta que se vislumbra en el horizonte.
Con un metraje en muchos minutos cercano al documental, Scorsese coquetea con el cinéma vérité en bastantes tramos de la película, al situar la cámara en el microuniverso particular que es el taxi de Travis Bickle. Así, el vehículo es utilizado como una ventana al mundo, ya que desde su interior —o desde su exterior, en algunas tomas que nos muestran distintas partes externas del taxi— observamos un particular panorama de Nueva York, fundamentalmente de noche. El taxi es una extensión de su conductor, y la visión que este tiene de la ciudad se nos traslada sin tapujos, desvelándonos toda una existencia nocturna que toma cuerpo como si fuera una enorme bestia indomable, un ente con vida propia, una vida a menudo inmoral, savaje y primaria, donde los instintos toman el control sucediendo a la cerebralidad luminosa que rige durante el día. Es una exposición del declive moral, del abandono, que nos escupe a la cara una suciedad creciente, tanto en lo visual como en lo conceptual.
Esto lo vemos continuamente, ya esté representado por las luces de la ciudad —neones que anuncian pornografía—, por los distintos personajes que suben al taxi —el mejor ejemplo es el marido engañado interpretado por el propio Scorsese— o por el continuo hormigueo de gente del lumpen en las calles, plagadas de prostitutas, chulos, yonkis, rateros y demás fauna nocturna. Esas son las arenas por las que se mueve Travis, un auténtico caldo de cultivo que siempre parece a punto de estallar. Para el protagonista, la ciudad es un basurero que necesita una profunda limpieza, y así se lo hace saber al candidato político a la presidencia cuando este sube a su taxi.
Importante también es la ambigüedad —y no solo en el dudoso final—, ya que hemos de darnos cuenta de que toda la acción transcurre bajo la mirada del personaje de Travis, y que son sus ojos los que nos transmiten la historia, condicionando la autenticidad del relato y haciendo que nos preguntemos si todo lo que se nos cuenta es tal y como lo vemos.
A un nivel más simbólico, el guion de Paul Schrader también admite múltiples lecturas. Cada personaje puede ser interpretado con significados metafóricos, y por ejemplo podemos dilucidar si el personaje de Cybil Sheperd no es más que una representación del deseo utópico del protagonista por acceder a una vida inalcanzable para sujetos como él. O si el personaje de Jodie Foster da forma al instinto paternal y protector de Travis, quien la ve como la hija que nunca tuvo.
Hay dos aspectos técnicos que convierten a Taxi Driver en una virguería que se distingue de muchas otras propuestas. El primero es el profundo efecto hipnótico que Scorsese logra imprimir a la película. Esto se consigue gracias a la comunión de imagen y música, con esas secuencias que son puras postales de la ciudad, y que se acompañan de un superlativo score firmado por Bernard Hermann, que es lo que en realidad marca el ritmo del filme. El resultado es una verdadera gozada para los sentidos, obnubilados por los estímulos a nivel subconsciente que pone en juego la película.
El segundo es el carácter siempre experimental con el que el director afronta muchas escenas, y que tal vez se hace más evidente durante el desenlace. Scorsese juega con planos y altera la realidad al acelerar o ralentizar las imágenes, además de colocar la cámara en lugares poco habituales. Todo ello le da una impronta especial a la película.
A todo ello hay que sumar, por supuesto, el magnífico trabajo de todos los que asoman la cara en la pantalla, desde las citadas Sheperd y Foster hasta los escasos pero relevantes Harvey Keitel y Peter Boyle. Pero, por descontado, esta es la película de Robert De Niro, que se metamorfosea en un contraicono para generaciones posteriores, un Rorschach 1.0 que observa todo lo que se cuece a su alrededor para finalmente aceptarlo, abrazarlo y dejarse masticar para renacer como vengador de una causa de antemano perdida. La estoicidad del actor contenida en sus venas, que finalmente explotan en una sinfonía interpretativa magnífica.
Estamos ante el retrato de un momento muy concreto en un lugar muy definido, pero cuya huella trasciende el espacio-tiempo para convertirse en una perfecta metáfora de muchos de los miedos y prejuicios que atenazan a las sociedades modernas: la vida vista desde la carretera, desde el movimiento perpetuo, y transmitida a través de un narrador-cámara que instaura la duda en la realidad. La inestabilidad representada con absoluta maestría narrativa por parte de Sorsese hace de Taxi Driver una obra asombrosa con muchos matices a explorar. Cine con mayúsculas.