Bajo el dolmen 16: Hasta las tantas

por Francisco Santos Muñoz Rico

Durante una época de mi vida yo fui un desecho social: dormía en una pensión, donde alquilaba un cuartito (con los pocos peculios que atesoraba de olvidados absurdos trabajos), y desde el amanecer hasta la llegada de la noche (no necesariamente la del mismo día), me dedicaba a rondar de aquí para allá, como un fantasma, leyendo, escribiendo y pensando; paseaba. Buscando mis amores iba por esos montes y riberas, pasando los fuertes y fronteras, ya sabéis, como hacía Juan de Yepes en su lóbrega prisión.

La cosa es que para comer buscaba en las basuras, y no solo para comer, también para vestirme, para leer, y en general para hallar cualquier tipo de cosa, quincalla, aparato, fruslería, susceptible de trueque. Ya que estamos os doy algún consejo: las papeleras frente a los institutos en que dejan salir a los chiquillos a la hora del bocadillo suelen estar llenas de comida a medio comer, que tiran los niños sobrealimentados, caprichosos y pejigueros; gloriosas mitades de bocadillos de chorizo o empanadillas de atún con tomate… Lo sé, lo sé, parece que desvarío, pero no: paciencia. En una de mis habituales pesquisas por las basuras, después de haber escrito, recuerdo, un soneto sobre un viejo que vi en un parque, encontré tres singulares tesoros: un café con leche muy azucarado y casi entero, medio cruasán y ¡un DVD! ¡Un DVD todavía con su precinto plástico! En aquella época, como comprenderéis, pocas películas veía yo, pero me dije: si esto estaba aquí, sin duda es cosa buena, para empezar: lo han tirado sin siquiera abrirlo, luego estas cándidas imágenes que veo en la portada y en la parte trasera han debido de ofender a algún tremendo idiota. O citando, de memoria, a Unamuno: allá donde veas algo en facha de espera, no lo dudes, es que a ti te espera. Esa película era para mí, regalo de los dioses, destino.

Se trataba de Ichi the killer, de Takashi Miike, un director que se convertiría en constante referente para mi desquiciado y magnífico almario. Le pedí a una amiga un aparato de DVD y esperé a que en la sala común del albergue no quedase nadie para conectarlo: y entonces me asomé a “la porta dello spavento supremo”, el camino hacia toda maravilla. En esta película yo solo vi belleza. Y de hecho los pocos objetos que permanecieron conmigo tras esa época fueron casi solo libros, y un DVD.

No voy a contar nada de este film, si no lo conocéis, debierais, sencillamente.

Hay belleza en la violencia, y de hecho la propia violencia, la palabra, me refiero, está mal entendida: segregada por las hordas repelentes de lo políticamente incorrecto. Y desde aquí lo proclamo: la violencia es hermosa. El sexo es violento, el nacimiento, el aprendizaje de los cachorros: se caen, se pegan, se revuelcan. Un poeta que recita es a menudo violento, como la sinfonía número 5 de Tchaikovsky, los cómics de Asterix y Obelix o una peli de Guillermo del Toro. Es violencia. Violencia y agresividad no son la misma cosa, pero tontamente se confunden de continuo. Y voy más lejos: la agresividad también es hermosa: un combate es una maravilla no solo para ver, también para participar. No sabremos lo que es vivir hasta que no lo hagamos a lo bruto, ¡hundiendo y sintiendo cómo nos hunden!

Miike dirigió un capítulo de Masters Of Horror, que tituló Imprint. Y fue también una danza hermosa, una historia de amor. Lo censuraron. Afortunadamente, la censura no llegó a Europa y pudimos verlo, y disfrutar de él. ¿Por qué somos tan pejigueros como los niñatos del instituto con sus bocadillos de chorizo? También se quejaron de Haeckel´s tale, de Clive Barker, tachándolo de pornografía ¡ja! uno de los mejores capítulos de Masters Of Horror. Y es que una cosa tan sencilla como “si no te gusta no lo veas” no tiene cabida en este mundo: ¡no! Nos regimos mejor por “si no te gusta, fíjate muy bien en ello, de principio a fin, y luego denúncialo ante el totipotente Padre”. Ridículo, sí, patético; y cierto.

Unos años más tarde vi la que desde entonces he traído siempre a colación cuando alguien pregunta por “mi película favorita”. Izo, también de Miike. (Por cierto que aquí conocí al genio Kazuki Tomokawa). Izo es poesía. Nunca he visto imágenes tan bellas, una película que me transporte de esa manera, una película que siempre, siempre, después de verla: me deja en absoluto silencio, como los místicos tras un trance profundo. Ahíto de luz, de conocimiento. Izo es un viaje alucinatorio. Izo es droga.

Y anoche me fijé en este título llamativo: Blade of the inmortal: inmediatamente lo relacioné con dos grandes películas: Zatoichi, de Takeshi Kitano (que había visto esa misma tarde, por enésima vez) y The hidden blade, de Yoji Yamada, que he visto en inúmeras ocasiones y volveré a ver. Zatoichi es un personaje popular en Japón, y que de hecho Miike también ha tratado, pero nadie como Kitano para crear una obra maestra irrepetible. The hidden blade es una película que casi casi puedes recordar después como si fuese un libro leído en vez de una peli. En nada, salvo en la magnificencia, se parecen. Y me dije: veamos esto, que me da buena espina.

A los pocos minutos vi al titiritero: ¡Miike! Imposible que no fuese él, era cosa que no necesitaba confirmar esperando a los créditos (he de aclarar que en general me dejo llevar por los títulos y no busco, incluso evito, más información: ni directores, ni actores, ni nacionalidad).  Ahí estaba su visión, sus obsesiones, su violencia hermosa. Una historia fantástica, comparable a las grandes epopeyas, a los grandes cuentos: a Orlando furioso, a Gilgamesh, a la Odisea

Os dais cuenta, por supuesto, de que no entro en detalles, no cuento la trama ni hablo de los personajes ni de las épocas: es el fenómeno “tienes que verla”. Cuando una película nos maravilla no queremos decir a nuestros amigos nada de ellas, no queremos robarles nada de su futuro encuentro, por eso solo podemos gritarles mientras les zarandeamos: ¡tienes que verla! O leerla, o fumarla, o lo que sea.

Anoche, pues, desaparecí de mi sillón, entré, de nuevo, por esa “porta dello spavento supremo”, con Miike, ese hermano mío al que tanto quiero sin que él sepa, si quiera, de mi existencia. ¡Ay, tengo tantos hermanos que no saben de mí! Y me quedé viéndola hasta las tantas.

1 comentar

León Gramusky abril 13, 2021 - 3:53 am

A mí me gustó mucho la del Robot Ninja. “Gunnai… Gunnai”.

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