Los juegos de rol son una herramienta gloriosa cuando hablamos de narrativa. Estos ofrecen una manera única de enfrentarse a la tarea, no solo de crear historias, sino de vivirlas. Esto, ya de por sí, podría dar para un artículo entero, pues no es solo que cada medio artístico tenga una manera de expresarse, sino que además la relación con su público es diametralmente distinta. No podemos comparar el cine, un arte secuencial que maneja sus propios ritmos y donde todo está medido, con, por ejemplo, los videojuegos. Este es un arte muchísimo más interactivo y que plantea siempre varias formas para disfrutarse dado que el creador carece del control completo de la experiencia que el jugador va a vivir y, por lo tanto, siempre está a expensas de lo que este pueda hacer. Esto llega a crear incluso experiencias que el mismo desarrollador no había planificado.
Los juegos de rol, no obstante, son los más impredecibles y, a la vez, completos. Se trata del arte más bastardo que existe. Juraría que era Kurosawa el que decía que el cine era el mejor de todos porque era hijo de muchos otros (de la fotografía, la pintura, pasando por el cómic y la música). Sin embargo, nada bebe más de absolutamente todas las creaciones que los juegos de rol. Son experiencias enormemente íntimas en las que cada director de juego plantea su trama y sus personajes e incluso el ritmo y la manera de expresarlo todo desde su propia y personal perspectiva, siempre con ese factor de irreverente caos que los jugadores aportan. Salvando las obvias diferencias entre los distintos creadores, que son inmensas, el cine siempre usa una serie de mecanismos para narrar, igual que el cómic, la música, la fotografía, la literatura… Sin embargo, el rol usa todas y ninguna, dado que pueden aparecer, entremezclarse o faltar y ninguna está del todo mal o del todo bien.
Por todo esto los juegos de rol son enormemente interesantes a la hora de contar una historia dado que cada sesión ha de ser afrontada de una manera completamente distinta dependiendo de un millar de factores.
No obstante, considero mucho más interesante lo que ocurre cuando un arte con más cabezas que la hidra de repente deja de ser foco de influencias para influenciar ella misma a otras cosas. Y, si hay un autor que podría destacar en esto, ese sería el cineasta Álex de la Iglesia.
De la Iglesia no es el director perfecto y su filmografía está repleta de películas, como yo las llamo, de mercenario: obras vacías sin ningún tipo de identidad propia más allá de un leve gamberrismo omnipresente, hechas por encargo. No le culpo, yo entiendo mejor que nadie que hay que pagar las facturas. Sin embargo, es una pena, porque diluye las cintas que sí que hace con amor. No tenemos que ir muy lejos para entender a lo que me refiero, porque he soltado antes las chapas de los juegos de rol. El día de la bestia es una campaña de Cthulhu o incluso de Kult. No es no es difícil para los más curtidos ver los puntos donde los personajes sacan pifias o fallan tiradas de cordura, mas no se reduce a eso la experiencia.
Que la trama sea un viaje contrarreloj, aunque sea dentro de la propia Madrid, no es ninguna casualidad. Las travesías son la forma más común y efectiva de crear una narración interactiva e interesante con los jugadores. Al no poder soltar descripciones en exceso decoradas (porque aburrirías a tus jugadores y, además, muchas veces estás improvisando), una manera simple, típica y efectiva de mantener su atención y lograr que todo siga fresco es con los viajes. De hecho, no es casualidad que algunas de las campañas más legendarias tengan constantes cambios de escenario (las mil habitaciones del Castillo de Drachenfells) o terribles contrarreloj (vamos a detener a la Mano Roja de la Perdición antes de que lleguen). El cambiar de paraje o presentarte un límite de tiempo constantemente (como también hace la maravillosa 30 Monedas), ayuda de una manera más aguda a mantener el interés de los jugadores (espectadores, perdón).
Todo en las cintas de de la Iglesia exuda rol, es obvio en cómo está todo dividido en escenas muy concretas hechas para darles protagonismo y acción a todos los personajes, que estarían siendo jugados por personas y por lo tanto todos tienen un pequeño momento de gloria, ya fuera consiguiendo sangre de virgen o salvando al sacerdote de las garras de Satanás a través de un épico sacrificio. En 30 monedas, quizás esto es más exacerbado por la aparición de algo parecido a jefes finales, grandes monstruos terribles al final de arcos completos que, si bien no actúan como el corazón de épica batalla de Dragones y Mazmorras, sí que lo hacen como un catártico y mucho más notable enfrentamiento psicológico salido de La llamada de Cthulhu.
De hecho, aquí hay un punto muy interesante (y me vais a perdonar el spoiler): me estoy refiriendo la batalla final contra el padre Ángel en el último capítulo de 30 Monedas. Ya ni siquiera hablo de la apariencia obviamente inspirada en la imagen que los juegos de rol dan de Nyarlathotep (el horripilante Dios lovecraftiano del que seguro el compañero Olmedo os puede hablar mucho mejor que yo). Hablo de que la gente se decepcionó mucho por no obtener un combate singular contra el más que curtido padre Vergara. No obstante, para cualquiera que haya jugado a La llamada de Cthulhu, este momento es obvio: estamos ante una tirada de locura. El jugador que es claramente el padre Vergara se enfrenta en una batalla psicológica contra esa criatura, la única manera de luchar contra seres de semejante poder pues, ¿qué pueden hacer las balas contra una cuasi deidad?
El diablo tiene muchas formas. Mil, más o menos.
Y, como punto aún más interesante: pierde. De hecho, en esta serie todos estos puntos se ven mucho más claros, dado que la estructura episódica con una gran trama central detrás no es casualidad. Muchas series toman este modelo por la incertidumbre de si podrán o no continuar; sin embargo, recordemos que esta es una serie financiada por HBO, que estaba segura de que iba a poder completarse. Yo aquí lo que veo es que cada capítulo está planeado como el módulo de una campaña más grande, pequeñas historias para jugar en un par de sesiones y una gran columna vertebral para unirlas todas y darle desarrollo y cohesión a los personajes y a la historia que viven.
Y bueno, todo esto son pruebas, pero realmente me he perdido un poco en mostrar y se me ha olvidado contaros qué es lo que hace único al cine de este director. Y podría deciros que lo vuelve más dinámico, dado que es cabal para un juego interactivo cuyo público medio (aunque esto varíe mucho) son adolescentes y para el que no tienes siquiera el tiempo de hacer extensas narraciones o multitud de apoyos visuales la mayoría de las veces. Podría deciros que aporta un cierto carisma y un caos controlado que no podría darse con otros medios, dado que la naturaleza mutágena de las partidas de rol es casi irrepetible. Y, joder, os estaría diciendo la verdad. No obstante, yo quiero ir un poco más allá.
El cine de Alex de la Iglesia es divertido. Sí, vale, lo sé, quizás no es la conclusión más rompedora de todas, pero pensadla por un momento. El germen del cine de autor de este cineasta viene de una práctica que busca crear una diversión creativa y dinámica. Verdaderamente su propósito principal, más allá de cualquiera de las ínfulas y narrativas disponibles en el cine, es ese. Digo más, es una total carta de amor hacia un tipo de entretenimiento increíblemente denostado por una sociedad capitalista y devoradora. Pensadlo bien, estamos hablando de una diversión que puede llegar a ser extremadamente barata, dado que solo requiere de papel, lápiz e imaginación. Barata sobre todo hoy en día, con la cantidad de contenido y juegos enteros que son descargables de manera legal y gratuita.
Vivimos en una sociedad donde parece que solo priman las grandes sumas de dinero, el consumo constante y cuasi adictivo coleccionismo de masas, acumulando basura como si fuéramos un trasgo asqueroso de algún rincón deleznable de Moria, en una época donde todavía se sigue hablando de alta literatura o de verdadero cine como si existieran parásitos de baja estofa que se dedican a denostar una especie de práctica élfica (en el sentido más tolkieniano de la palabra: estilizado, milenario, perfecto y bello).
Artículo solo escrito para la gente satánica (y de Vallecas).
En una época así, pocas cosas más valientes y loables se me ocurren que usar como marca de identidad algo tan genuinamente alternativo, estandarte de la contracultura de los tiempos en los que vivimos. Esto no le sale gratis, pues de la Iglesia tiene numerosos detractores, como también los tiene Tarantino (el cual, casualidades de la vida, también tiene como pilares fundamentales muestras del arte más apegadas al público normal que a superfluas majaderías: desde los cómics pulp y los folletines del salvaje oeste a las películas de artes marciales o los slasher). Este cineasta ha conseguido abrirse paso en un mercado muy podrido, pagando su peaje de películas de puro mercenario, creando un contenido plagado de crítica social macarra y diversión cuasi improvisada.
De la Iglesia no será el mejor director del mundo, pero desde luego tiene un alma muy propia y una inclinación importantísima por la ficción extraña como arte popular, como lo que ha sido siempre, por mucho que los libros de historia y de literatura del colegio traten de ocultarnos que el Quijote es una novela de aventuras, que en el franquismo se escribían folletines de ciencia ficción para escapar de la censura, que Pardo Bazán o Valle Inclán escribían literatura de terror, que la Celestina es una hechicera. En definitiva, que el fantástico y lo pulp siempre han sido parte indivisible de nuestra cultura.
Y, nada más que por eso, ya tiene mi respeto y admiración.
Carlos Ruiz Santiago
Redactor