Título: Ratones en la despensa
Autora: Raquel Presumido
Editorial: Pez de plata
Nº de páginas: 128
Género: Relatos de inquietud rural
Precio: 18,90 €
SINOPSIS
Un puerto de alta montaña, un terreno fronterizo entre Asturias y León. Bosques, valles, aldeas y pantanos componen el lugar mítico que habitan los personajes de Ratones en la despensa, una colección de relatos rurales atravesados por el misterio de lo insólito, el surrealismo y la retranca propia de nuestras viejas.
Una mujer a la que se le sale el corazón por la boca y lo arroja a los gochos, un minero silicótico que controla el pueblo a través de una maqueta, una campesina enamorada de su espantapájaros, un ahorcado que custodia el pueblo desde un pinar, una bruja en una aldea en la que reside el odio. Todos ellos tienen algo en común: la indefensión. La misma que se siente cuando algo o alguien entra en tu despensa y es mucho más rápido y escurridizo que tú.
RESEÑA
Aquí lo hemos dicho en repetidas ocasiones. Que sí, que está muy bien ver a brujas europeas del medievo acabar con aldeas enteras, o disfrutar de la invocación ritualística a deidades maléficas que se manifiestan en pleno Círculo Polar Ártico, estamos todos de acuerdo. Pero ¿qué pasa con nuestro folclore? ¿Acaso no está nuestra geografía plagada de leyendas cuya tradición se remonta más allá de la memoria? ¿Es que no tenemos suficientes iconografías oscuras con las que crear ficción? Ya está bien, hombre. Menos mal que en los últimos tiempos está surgiendo cierto movimiento que reivindica ese «fantástico rural» de aquí, refrendado por películas como Errementari, Akelarre o La espera, cómics como Los cuentos de la niebla, de Laura Suárez, y libros como Meigallo, de Miguel Garrido de Vega, Profanación, de Amparo Montejano, la antología Agrohorror o este Ratones en la despensa. Menos mal.
El título y la siniestra imagen de cubierta de este compendio de cuentos de Raquel Presumido nos sitúan inmediatamente en un registro tenebroso. Sin embargo, hay muchas más características en el volumen, como el humor negro, la idiosincrasia pueblerina o la mirada nostálgica. Todo ello en una serie de cuentos que optan por la economía y la brevedad —a veces coqueteando con el microrrelato— sin que por ello falte nada.
El primer aullido de los ratones se llama «Beleño» y es toda una declaración de intenciones que recoge todo lo bueno del folclore rural y brujeril para dibujar una panorámica de un lugar y un momento determinados. En pocas páginas, Presumido condensa todo el sabor de los calderos, de la naturaleza agreste, del resentimiento y el desprecio. Con ecos que remiten a Mariana Travacio y un regusto a Cela o Delibes, la autora borda una pieza que vislumbra la posibilidad de ampliación en una novela portentosa que leeríamos con deleite.
Volvió Milio una noche a su casa y le parecieron las ventanas pupilas diminutas; las paredes y el tejado, gélida y vacía cáscara. Sintió el cementerio en la nuca.
A partir de ahí, comprobaremos cómo el lenguaje rural, particularmente asturiano, impregna el libro en todo momento, aunque a él se superpone una prosa tremendamente precisa. Presumido borda la voz de sus personajes, su raíz y su tono. «El mono azul» o «El rey» son claros ejemplos de ello y de cómo la ambientación se transforma en un personaje más. Me resulta muy curiosa la mezcla de estos entornos con unas tramas que tocan fibras muy humanas pero que, al final, golpean como uno de aquellos episodios de La dimensión desconocida. El elemento fantástico se asoma de cuando en cuando, manifiestándose ya sea a través de sutilezas o de puros mazazos dignos del mejor género.
Se habla mucho de costumbres en este libro. Las que no desaparecen ni tras la visita de la muerte, como en «Dominó»; las que nos apegan a lugares, como en el descacharrante y original «El fantasma de las bragas rotas»; las que arraigan y atraen en el camposanto, como en el melancólico «La cáscara y la pulpa»; las que nos embrujan para convertirnos en poco menos que autómatas sin un ápice de curiosidad, como en «El molino».
La maestría de la propuesta se resume en cuentos como «Cu-cú», en el que la autora realiza una panorámica sobre toda la premisa del libro y consigue, en tres páginas, acumular la enorme metáfora de situación que supone hoy la vida rural, además de fusionarla con la otra gran protagonista de Ratones en la despensa: la naturaleza. De este modo, todo se convierte en una reivindicación de la vida en el pueblo, mientras que trasluce una triste pero inevitable resignación por el paso del tiempo y todo lo que ello conlleva.
La mente de Telva, mientras esta alimentaba o limpiaba a su padre, se iba a menudo hacia un escenario precioso en el terreno de la posibilidad. Si ella no hubiera venido de patas, si hubiese salido bien, se habría deslizado fácilmente hasta la mullida tierra del huerto. Quizás se hubiese quedado plantada como otra berza más. Habría ido echando raíces allí, bebiendo solo el agua de la lluvia y nutriéndose de los minerales del suelo. Nada más hubiera necesitado. Las pegas la picotearían, llevándose lejos partes de su cuerpo, soltándolas por los campos, los montes y las llombas. Haciéndola revivir en cada cultivo, en cada prao donde los amantes se enredan en la noche.
Es complicado elegir de entre todos los cuentos. Su brevedad no impide cierto desarrollo y un disfrute mayúsculo. Por decir uno, nombraré «La veleta del campanario», cuento de raíces fantásticas que recuerda a una de las viejas ideas del mismísimo Alan Moore y que, a la vez, respeta de maravilla el espíritu que sobrevuela todo el libro.
Brujas, trasgos, xanas y más personajes del folclore se contraponen a otros seres cuasi mitológicos que son los verdaderos protagonistas de esta obra: los perennes habitantes de los pueblos. Nos reconocemos en sus supersticiones, en sus creencias, en la forma en la que se relacionan con la naturaleza y en la que ocupan el tiempo, tan distinta a la nuestra y, a la vez, tan similar. El gran misterio de Ratones en la despensa es que le habla de frente al lector moderno, haciendo madriguera en su cerebro y mordisqueándole la piel.

José Luis Pascual
Administrador
1 comentar
Sí señor, hay que reivindicar el folclore local y el cuento breve.