Relato: LA VOZ DEL MAR (Margarita Regalado)

por José Luis Pascual

Introducción

El mar ha sido fuente de terrores desde que el hombre es hombre. La oscuridad de las profundidades y las desconocidas formas de vida que la habitan han estimulado las mentes de miles de autores a lo largo de los siglos, convirtiéndose el horror marino en un subgénero por derecho propio. Desde los monstruos abisales de Jules Verne hasta los Cuentos de la mar de Lorena Escobar, pasando por muchos de los escritos de William Hope Hodgson, el océano ha estado muy presente en la ficción literaria y en la búsqueda de lo inquietante.

En el cuento que ofrecemos, Margarita Regalado pone el foco en la orilla, frontera entre tierra y mar, entre cielo e infierno, desplazando la mirada de las olas nocturnas a la luz del día y sugiriendo, siempre sugiriendo, que el verdadero terror proviene de las aguas y de… 

Será mejor que leáis La voz del mar para descubrirlo.

La voz del mar (Margarita Regalado)

Un niño encontró el primer cadáver. Apareció en torno al mediodía, a la hora punta de los bañistas. La policía acudió tan pronto como pudo. Acordonaron la zona entre docenas de curiosos mientras los pesados zapatos de reglamento se les hundían en la arena, dificultando cada paso. Antes del levantamiento, pudieron comprobar que lidiaban tan solo con medio cadáver: le faltaban las piernas.

El informe forense dictaminó el ahogamiento como causa de la muerte con toda probabilidad, en torno a dos días antes. En cuanto a las piernas, apenas pudo averiguar que las había perdido después de morir. «Quizá se las comió algún animal, o el cadáver chocó contra una roca», comentó la forense a su ayudante.

Antes de que pudieran identificarlo, apareció el segundo cadáver.

Una vecina que vivía frente al espigón lo avistó sobre las rocas a primera hora de la mañana. Se había acercado corriendo, creyendo que se trataba de alguien inconsciente. Antes de alcanzarlo comprobó con horror que, aunque sí tenía piernas, le faltaba la cabeza. En este caso, el informe forense determinó sin lugar a dudas que alguien se la había arrancado a conciencia, a golpes contra algo afilado primero y aserrando el hueso después. La hemorragia resultante de aquella lenta decapitación había causado la muerte de la pobre infeliz, una muchacha de unos veinte años.

Los dos siguientes cadáveres aparecieron juntos apenas unos días después. El anciano que los encontró mientras paseaba por la playa sufrió un fuerte ataque de ansiedad al comprobar, con apenas un vistazo, que se trataba de dos niños. A la forense le tembló el pulso mientras rellenaba el informe. La niña tendría unos diez años; el niño, unos cinco. Habían sido asesinados, claramente. Alguien les había atado las piernas y luego, con una hoja afilada, les había realizado varios cortes oblicuos a cada lado del cuello.

La investigación policial, pese a sus esfuerzos, apenas lograba aclarar lo sucedido. Las similitudes apuntaban a asesinatos en serie. Las víctimas, sin embargo, parecían elegidas de forma aleatoria. Tan solo compartían las circunstancias del crimen: todas habían desaparecido uno o dos días antes de la fecha estimada de la muerte; a todas se les había perdido la pista en zonas de costa, aunque ninguna en aquel mismo pueblo; todas habían aparecido junto al mar.

—Como si un barco las fuera soltando —sugirió un oficial de policía con un escalofrío.

—Pero ¿cómo se aseguraría de que llegaran a tierra? —rebatió otra oficial—. Las corrientes son demasiado complejas. Nadie que conozca el mar confiaría ciegamente en ellas.

—Y tampoco hay señales de ningún mecanismo con el que mover los cadáveres —añadió un tercer policía—. Como si los hubieran depositado donde los encontramos, sin más. 

Habían llegado a un punto muerto. Sin más pistas, no podían seguir adelante.

Dejaron de aparecer cadáveres. Los familiares de las víctimas pudieron reclamar y despedir a sus seres queridos. El pueblo entero pareció suspirar con alivio. Aunque hubiera quedado sin resolver, la pesadilla había terminado.

O eso creyeron.

Diez días después de la aparición de los últimos cadáveres, en torno a la medianoche, llegaron las criaturas.

Surgieron del mar en todos los puntos en que tocaba la tierra a lo largo del pueblo. Treparon sin dificultad, como lagartijas, por los muros de cemento del puerto; subieron a las rocas más inaccesibles del espigón dejando tras de sí un rastro de agua; hundieron una suerte de pies palmeados en la arena de la playa.

Los viajeros que llegaron a la mañana siguiente descubrieron la masacre.

Habitantes y turistas, todos por igual, yacían desangrados a lo largo y ancho del pueblo. Algunos aún en sus camas, otros en las calles, unos cuantos flotando en el mar. A más de uno le faltaba la cabeza. Quien fuera que había cometido aquella atrocidad había actuado a conciencia. Ni siquiera los niños habían recibido la más mínima compasión.

Un solo superviviente apareció horas después: un habitante de las afueras del pueblo, la zona más alejada del mar, que había salido corriendo en plena madrugada hasta caer inconsciente en tierra de nadie, a unos metros de la carretera. Lo llevaron lo más rápido posible al hospital más cercano. Cuando despertó, al final del día, no podía hablar. Los médicos dictaminaron que se encontraba en estado de shock.

Tardó varios días en recuperar el habla. Cuando lo hizo, la policía acudió a interrogarlo, sin mucho éxito. Ante cualquier pregunta sobre lo ocurrido la noche de la masacre, sufría fuertes cuadros de ansiedad que le impedían responder. Tras varios intentos fallidos, la policía decidió posponer el interrogatorio.

Pasaron los días. El superviviente recibió el alta.

A las pocas horas de abandonar el hospital, desapareció.

Unos días después, encontraron su cadáver varado en una playa cercana. La policía se vio obligada a archivar el caso por falta de pruebas sin poder dictaminar si la muerte de aquel hombre se debía a un suicidio, un asesinato o un simple accidente.

Un único objeto pareció, durante apenas un instante, arrojar algo de luz sobre todo aquel misterio: un pedazo de papel sobre el que, en el hospital, el último superviviente de aquel pueblo masacrado había escrito las dos mismas palabras una y otra vez:

«Las sirenas».

Margarita Regalado

Margarita Regalado es escritora, filóloga y traductora. Ha publicado las colecciones de relatos de terror y fantasía oscura Sudores fríos y Detrás de las sombras, además del poemario El dolor que va dentro.

2 comentarios

Daniel Aragonés junio 23, 2023 - 10:35 am

Siempre es bonito leer algo así un viernes … Jajajajaja
Me ha gustado mucho.

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Vicente junio 23, 2023 - 11:32 am

Enhorabuena, Margarita.

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