Entrada publicada originalmente en la desaparecida web Terror.Team
Todos sabemos que en el negocio del cine, cuando algo resulta muy rentable, hay que exprimirlo hasta la última gota. Los beneficios de Ouija (2014) fueron más que suficientes para estirar el chicle. Sin embargo, algo pareció cambiar en la mentalidad de los productores desde la concepción de esta secuela, y es que tenían claro que la intención era superar a la película original no sólo en números, sino también en calidad. Dadas las malas críticas que obtuvo la cinta de Stiles White, el objetivo era crear una película de mayor empaque, que enriqueciera el “universo Ouija” y le diera una entidad de franquicia. Para ello contrataron a Mike Flanagan, director con títulos muy interesantes en su haber (Absentia, Oculus, Hush) y le dieron carta blanca para hacer y deshacer a su antojo. Por una vez, las compañías demostraron un buen criterio.
Ouija: el origen del mal mejora en todos los sentidos a su antecesora, aprovechando lo poco que había de coherencia en ella para crear una precuela más que decente y establecer un microuniverso al estilo de las sagas Paranormal Activity o Insidious. El lavado de cara es evidente desde el inicio, donde Flanagan aprovecha para situar la historia a finales de la década de los 60, en plena carrera espacial, y dotar a la cinta de una estética bastante trabajada gracias a la estupenda fotografía de Michael Fimognari. El guion, firmado por el propio Flanagan junto a su ayudante habitual Jeff Howard, también suma algunas líneas más que su predecesor (tampoco demasiadas) y nos presenta a una familia de madre y dos hijas que se ganan la vida haciendo falsas sesiones de espiritismo sin demasiada mala intención. Para conseguir un mayor impacto, deciden incorporar un tablero ouija a esas sesiones, con el consiguiente intrusismo de un ente malvado que poseerá a la niña pequeña.
Pese a contar con un presupuesto pequeño (9 millones de dólares), Mike Flanagan hace una muy buena labor en tareas de dirección, convirtiendo el nombre de Stiles White en un mal recuerdo. Con los mismos elementos de la primera película, Flanagan sabe dotar a la suya de un estilo propio, aportando cierta elegancia y dibujando un trasfondo mucho más rico para sus personajes. Desde luego, resulta mucho más sencillo empatizar con la familia protagonista que con los odiosos adolescentes de la película anterior. En el guion encontramos igualmente muchos clichés del género, pero aquí se utilizan de una manera mucho más inteligente y, por ende, efectiva. Eso sí, el gran salto de calidad de esta secuela/precuela no implica que la película sea redonda, ya que también vamos a encontrar unas cuantas concesiones en forma de sustos fáciles. Además, queda patente que la cinta funciona mucho mejor cuando sugiere que cuando muestra, siendo sin duda sus peores momentos aquellos en los que se ve más de la cuenta. Pero lo que no se puede negar es que la cinta está llena de buenos detalles y de momentos atmosféricos bien construidos.
También a nivel interpretativo se nota la mejoría, desde una madre y una adolescente perfectamente creíbles muy bien llevadas por las actrices Elizabeth Reaser y Annalise Basso, hasta la pequeña Lulu Wilson, que se convierte en una auténtica robaplanos gracias a su inquietante papel llevado a cabo con pasmosa naturalidad. Curiosa también es la aparición de Henry Thomas (sí, el niño de E.T. el extraterrestre) haciendo de cura.
Sin el nivel mediático que arrastran nombres como James Wan, Mike Flanagan va construyéndose poco a poco una carrera curiosa dentro del género. Tal vez no tenga aún una obra incontestable, pero nadie me negará que cada una de sus películas contiene algo interesante, normalmente por encima de la media. En «Ouija: el origen del mal» no encontraremos nada especialmente novedoso, pero el toque del director logra que su visionado no sea una pérdida de tiempo, resultando una más que digna película de terror mainstream para los tiempos que corren.