Hogar, dulce hogar.
Nada más enquistado para el ser humano que la necesidad de echar raíces. ¿A qué podemos llamar hogar? A un puñado de muros que aíslan el ruido y nos lo restriegan por la cara. Nido de paz o de guerra, de gatos o cucarachas, ¿a qué podemos llamar hogar? Algunos dicen que basta el calor de un abrazo para sentir que has terminado de crear tu nido. Otros necesitan vagar con la morada a cuestas, como caracoles de futuro incierto, otros solo son almas errantes que desconocen la condena a vida de una jodida hipoteca. ¿A qué se le puede llamar hogar?
La relación del ser humano con su entorno muta y cambia, es, a todos los efectos, ciertamente antinatural. Esa estirpe nómada de nuestros ancestros se transmutó en sedentarismo cuando precisamos un asentamiento cerca de aquello que nos daba de comer: la agricultura dio paso al nacimiento de las ciudades, la sociedad necesitaba mantenerse y expandirse y a raíz de ahí… todo fue de mal en peor. Nos sacamos de la manga un modelo de vida y familia impuesto y autoimpuesto que rige nuestra sociedad como forma de mantener la subsistencia, vete tú a saber para qué narices quisimos tal cosa, dados los brillantes resultados obtenidos. Y hoy lo más común, normal, necesario, es tener un cuchitril más o menos pequeño o grande, más o menos luminoso, más o menos bien o mal comprado y alquilado al que solemos llamar, con un deje de nostalgia trasnochada, hogar. Dulce hogar.
Si unimos el concepto de vivienda con el de confinamiento tenemos… sí, tenemos el Covid, pero esto no va de la reciente catástrofe (qué lejanos parecen ya esos tiempos, inmersos ahora en los trailers de la tercera guerra mundial y pidiéndonos el segundo cubo de palomitas para ver cómo comienza la película): hablamos de la idea de claustrofobia, encierro, prisión. En eso se convierte el bloque de pisos de la serie Sweet Home, una paranoia coreana (lo sé, lo sé, tengo que hacerme mirar lo de estas series) que puede parecer un calco de su prima hermana Estamos muertos pero que, manteniendo la misma estructura (construcción de la que no se puede salir-infección-zombis) se convierte en algo completamente distinto, como si dos hijos paridos de la misma madre tuvieran el mismo parecido de un senegalés y un nórdico. La base es idéntica, los genes, compartidos. El resultado final… un producto igual que sabe completamente distinto. Malditos —genios— coreanos.
La serie es la adaptación de un Webtoon que tiene el mismo nombre y del que me gustaría, si alguien lo ha leído, saber hasta qué punto mantiene la fidelidad (opinad, insensatos). Bajo la dirección de Lee Eung-bok y Jang Young-woo nos encontramos ante una obra estrambótica de cuasi esquizofrénica puesta en escena: todo ocurre rápido, todo se baña en sangre, todo está repleto de monstruos. Es como pagar la entrada en una atracción de los horrores con música maquinera de fondo y luces intermitentes estampándose en tu cara: el mundo es demencia, el mundo es caos, el mundo es un sinsentido que se funde con la (cómo no) situación dramática de los distintos personajes: tenemos un rebaño de almas descarriadas que se unen a la fuerza para intentar su supervivencia individual. Y es aquí, precisamente en esta dosis de humanismo, donde la serie comete su, para mí, gran y único fallo. Y es que hablamos de que la trama es ya de por sí un completo disparate: una infección nacida de no sé dónde ni cuándo (ni, maldita sea, nos interesa) provoca que los seres humanos se conviertan en unos monstruos que parecen el catálogo perfecto de un imitador de Lovecraft. Que si arañas gigantes por aquí, que si dos cabezas por allá, que si pelos, que si lenguas kilométricas…
Lo mejor de cada capítulo (largos, demasiado largos para lo espeso del contenido) es hacer apuestas sobre cómo será el próximo monstruo que aparezca en la pantalla. Y entre esa muchedumbre de carne reconvertida en sincero homenaje al gore, los seres de carne y hueso deben sobrevivir mientras se va narrando en flashback (que les gusta esto a los coreanos, madre mía) la causa de cada una de sus consecuencias, porque en este mundo, y eso es algo sobre lo que la televisión y la literatura hacen cada vez más hincapié, el que es malo, loco, imbécil, tiene siempre un detonante que eclosiona en sus actuaciones y condiciona cada uno de sus pasos, como si dentro de cada capullo una infección diera lugar al nacimiento de una mariposa distinta: unas vuelan alto, otras bajo, otras ni lo intentan. Pues bien, esto que a priori parece coherente (quiero saber por qué el mercenario mata, por qué la de la silleta está como una regadera, por qué el prota quiere suicidarse desde el momento uno de la serie) se va convirtiendo con el paso de los capítulos casi en una molestia: está bien que me lo cuentes, pero no me quites monstruos por ver humanos, que ya los tengo muy vistos y no me atraen demasiado. Las escenas de acción son tan brutales, la trama es tan irreverente, que normalizarlo con los problemas afectivos de un puñado de humanos lo único que hace es que al pasar el sexto capítulo se tenga ganas de ir terminado la serie, como si se nos metiera una mosca en el coche y necesitásemos aparcar para bajar las ventanillas.
Lo demás es un baile salvaje. Tenemos una heroína femenina que reparte palos que da gusto (¡bravo!), tenemos un adolescente híbrido que puede ser la salvación de la humanidad, tenemos un malo de cara quemada (mi preferido) que termina sintiendo afecto por una especie humana de la que siempre ha desconfiado. Tenemos armas, un par de críos para acentuar la carga dramática, tenemos, que para esto los coreanos se las pintan solos, sus debidos momentos humorísticos y también, puñeteros, alguna lágrima. Incluso ciertos devaneos filosóficos y espirituales, porque cuando estamos al límite, cuando hemos cruzado la frontera, la realidad y la fantasía nos surcan la piel como un oleaje furioso, dejando al descubierto nuestras maldades más ocultas, o quizá, por qué no, la bondad que nunca imaginamos tener adormecida bajo las capas de nuestra casi siempre untada conciencia.
Incluso ese trasfondo del bullying que ya veíamos en Estamos muertos sobrevuela un cómic visual de factura impecable y trago difícil: Sweet Home es el quinto trago de tequila en una noche de farra en la que sabes que vas a darlo todo y no te importa si amanecerá un nuevo día, mientras estás lamiéndote la sal de la mano y, seguramente, de las heridas.
Quizá se te atragante el limón y al sexto chupito tengas ganas de irte a tu hogar, dulce hogar, pero, qué diablos: hay monstruos.
Que siga la fiesta, que ya curaremos con paracetamol la resaca.
Lorena Escobar
Redactora