A su ritmo, Quentin Tarantino sigue construyendo una filmografía que, guste más o menos, nos dibuja a un director obsesivo en su trabajo y que gusta de verter en sus obras los enciclopédicos conocimientos cinematográficos que atesora. Más allá de los omnipresentes homenajes que siempre introduce en sus películas, los últimos títulos que llevan su firma parecen confirmar el estilo propio y en cierta evolución que Tarantino quiere plasmar. Con Érase una vez en Hollywood (Once upon a time in Hollywood), va un paso más allá y nos ofrece una propuesta en la que se vislumbra un estado de madurez y dominio del tempo que le confirman como autor de características propias e inequívocas.
La novena película de Quentin Tarantino es la postal de una época irrepetible en la que la sociedad americana se enfrentaba a varios dilemas. Son los tardíos años 60, y el sueño hippie está a punto de estallar por los aires mientras que el mercado cinematográfico intenta reinventarse y adecuarse a los nuevos tiempos. Esto queda ejemplificado en el dueto formado por Rick Dalton y Cliff Booth, un actor de wéstern en decadencia y su doble de acción. A través de ellos, principalmente, seremos testigos de la actitud de toda una sociedad ante un cambio que se presupone inminente. Y es que el cambio es el concepto central y tema raíz de la película, y para tratarlo Tarantino escoge con acierto una época aparentemente tranquila y una galería de personajes que orbitan alrededor de la industria del cine.
Como digo, Tarantino muestra una madurez extraordinaria como director. Ello se traduce en un tono reposado y sutilmente melancólico pese a lo luminoso de la puesta en escena. Que esto no lleve a nadie a equívoco, pues en esta ocasión ese tono calmo no equivale a un ritmo lento, ya que los más de 160 minutos de metraje pasan en un suspiro. Al estar el guion tan centrado en sus personajes, la sensación de empatía es mayor, y a ratos uno no puede evitar sentir el final del sueño americano como algo muy personal, expresado a través de la decadencia de Rick Dalton. Las dudas y las miserias (que en realidad no son tales) del actor sirven para ejemplificar ese fin de la inocencia que trajo consigo el espeluznante asesinato de la “familia” de Charles Manson, aquí contado por Tarantino de un modo que, estoy convencido, no gustará a mucha gente.
Cualquier amante del séptimo arte no podrá más que admirar la ingente cantidad de guiños y homenajes que el director realiza a películas y series de televisión de la época. Así, en un momento dado seremos testigos de una impagable confesión de Steve McQueen, y en otros veremos un peculiar descanso entre rodajes de Bruce Lee o la vitalidad al volante de un joven y extravagante Roman Polanski. Todos los cameos, ya pertenezcan a personas reales o a personajes basados en personas reales, son un verdadero caramelo para el cinéfilo veterano. Si a ello le unimos la falsa ficción a lo Zelig, al introducir al personaje de Rick Dalton en escenas de películas como La gran evasión o series de TV como FBI, el placer es doble.
Por ello, cualquier alabanza a la labor de ambientación, de captación de tono, de entendimiento de la época, y de cualquier aspecto que tenga que ver con la dirección artística, se quedará corta. Porque Tarantino se gusta y se recrea, exhibiendo sus capacidades y conocimientos en lo que más le gusta, el cine dentro del cine.
A pesar del protagonismo de Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, quizá compartido con Margot Robbie, la película despliega un reparto coral con el que resulta imposible competir. Todo el que asoma el rostro en la pantalla está maravilloso en esta película, desde el serio y malogrado Luke Perry hasta la espabilada niña Julia Butters (que con su desparpajo nos regala una de las mejores escenas del filme), pasando por la increíble frescura de Margaret Qualley o la sublime presencia de Bruce Dern.
Dicho esto, en esta ocasión es de justicia quedarse con el monumental trabajo de un DiCaprio extraordinario, de un Pitt que destila un porte muy deudor de los tipos duros del cine de aquella época, y de una Robbie que es la imagen viva de la candidez y la felicidad, componiendo a una inocente Sharon Tate que se convierte en la gran metáfora de la película. Tal vez parezca exagerado, pero bien podríamos estar ante el mejor trabajo de sus respectivas carreras.
La dualidad formada por Rick Dalton y Cliff Booth (en realidad ambos conforman dos caras diferentes de un mismo personaje) se ven inmersos en un estado de duda e incertidumbre ante el que no saben bien cómo actuar. En cambio, Sharon Tate es un alma libre y despreocupada que se sitúa en el extremo más alejado de intuir la cruel realidad que se le viene encima. En ese brutal contraste radica el éxito en el fondo de Érase una vez en Hollywood. No se la pierdan.