Introducción
Más en boga que nunca gracias al fulgurante avance de la inteligencia artificial, la conciencia no humana ha sido un tema que nos ha preocupado desde hace décadas. Los primeros ordenadores nos dejaron atisbar la posibilidad de una autoconciencia de la máquina, lo que conllevó un irremediable temor hacia unas consecuencias difíciles de imaginar. Los escritores de ciencia ficción siempre han jugado con esta temática como fuente de futuros apocalipsis en los que la raza humana es sometida —cuando no extinguida— por mentes constituidas por cables, circuitos y microchips.
Desde que Karel Capek inventara el término robot en su novela R.U.R., las conciencias artificiales se han asomado a la literatura en muy distintas versiones. No fue otro que Isaac Asimov el que dio el salto desde el concepto pulp del robot a la ciencia ficción hard, otorgando cierta pátina de verosimilitud al asunto en la novela Yo, robot, y otras obras derivadas. En ellas, explotaba las famosas Leyes de la Robótica (aparecidas por primera vez en su relato Círculo vicioso), que dictan el comportamiento de estas entidades artificiales. Inolvidable también es el HAL 9000 de Arthur C. Clarke, un superordenador capaz de eliminar a todos los miembros de la tripulación de su nave con tal de cumplir la misión encomendada.
J. D. Martín es el creador de Jonathan Silencio, detective sobrenatural que ha protagonizado cuatro novelas hasta la fecha (De ilusión también se muere, Vivir en el intento, A corazón abierto, Dentelladas secas). También es el autor de la novela Tiempo en ruinas y de numerosos relatos aparecidos en diversas revistas.
La conciencia del silicio (J. D. Martín)
—Hoy es el gran día, mi amor —sonrió la mujer, llenando la taza de café por segunda vez.
—Gracias, cielo. —Él tomó un sorbo mientras se anudaba la corbata—. Sí, un gran día. Hoy, doce de marzo del dos mil doce, es el día.
La mujer se sentó junto a él, acariciando su mano, compartiendo su emoción.
—Hoy, por primera vez —continuó el hombre—, un nanorobot operará un tumor cerebral.
—¿Crees que Wally tendrá éxito?
Él asintió.
Wally era un nanorobot de última generación, una maravilla tecnológica del espesor de un cabello y una longitud de un cuarto de milímetro. Estaba fabricado en silicio. O, mejor dicho, en una aleación de silicio y merdio, un material más ligero que el aire y más duro que el diamante. Su batería se recargaba al contacto con campos electromagnéticos, ya fuesen los generados por un enchufe doméstico, un ordenador… o un cerebro humano.
Dada la durabilidad del material y su capacidad de renovación energética, Wally era casi inmortal. O, en términos más apropiados, «un activo de autonomía temporal no limitada».
Tenía un disco duro de dos mil gigas. Por supuesto, ni era disco ni era duro, sino una unidad de almacenaje y procesamiento fotoeléctrico, donde millones de destellos traducidos en información eran generados en un nanosegundo, pero llamarlo disco duro era una buena forma de entenderse.
Sus células de almacenaje de datos contenían información completa sobre anatomía humana a nivel celular, todas (o casi todas) las patologías y procesos naturales que afectan al hombre, y sus tratamientos.
Wally costaba ochocientos millones de euros.
En sus «ratos libres», como les llamaba el equipo médico, Wally descansaba en una cápsula de plexiglás, sumergido en una solución líquida estéril.
Mediante un sistema de infrarrojos, Wally podía permanecer conectado a internet, asimilando los últimos avances médicos o siguiendo operaciones en tiempo real, aprendiendo constantemente de la mayor base de datos del mundo.
—¿Y por qué le llamáis Wally? —preguntó ella, mientras él buscaba las llaves del coche.
Parecía mentira, un genio de la medicina como él, candidato tres veces al Nobel, y no sabía donde ponía las llaves.
—Una broma de los chicos —explicó él—. Es difícil de ver, como el personaje de ¿Dónde está Wally? Ya sabes, el tipo de gafas y jersey a rayas que se escondía en aquellos dibujos absurdos. Tenías que buscarle por el zoo, por el parque… nuestro Wally es así.
Una aguja hipodérmica extrajo a Wally de su cápsula. El técnico dirigió un brazo robotizado, con la jeringuilla en su extremo, hasta situarlo en la vía abierta en el brazo del paciente. Inyectó a Wally en la corriente sanguínea del hombre y doce pares de ojos ansiosos siguieron el recorrido de Wally por las pantallas de los ordenadores. El nanobot avanzó por las arterias del paciente, dejándose llevar por el poderoso impulso de los latidos. Hubo un momento de tensión crítica, de miedo contenido, cuando los anticuerpos del hombre, enviados por su sistema inmunológico, se acercaron a Wally, confundiéndole, tal vez, con un vulgar virus de la gripe. Dos microsegundos después, Wally había variado el campo electromagnético de su caparazón externo, haciendo creer a los ingenuos anticuerpos que era, en realidad, un grupo de moléculas de adenosín trifosfato, algo perfectamente aceptable para ellos.
El equipo médico soltó el aire que sin darse cuenta habían contenido. Prueba superada. Wally estaba a punto de llegar al cerebro del paciente.
Ella miró a su hombre a los ojos. Lo conocía desde veinte años antes, y podía percibir cada sutil cambio de humor en él, igual que una flor puede percibir los rayos de sol y abrirse para recibirlos.
—Y entonces, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó, alargándole las llaves perdidas.
Él sonrió al cogerlas, y besó las puntas de sus dedos.
Después suspiró, inseguro.
—No sé… Cada vez que miro a Wally a través del microscopio… —Sonrió, aún más inseguro—. Sé que las luces de su frontal solo son sensores bioquímicos, pero parecen… bueno, a veces parecen ojos inquisitivos, curiosos. Como si Wally se preguntara cosas. Es absurdo.
— Absurdo —corroboró ella—. Deberías dejar de leer a Asimov.
Él rio.
Dentro del encéfalo hay una pequeña estructura, con forma de almendra, llamada amígdala. Esta estructura se especializa en traducir en acción defensiva o evasiva los estímulos de peligro. La percepción normal de peligro, en el ochenta y tres por ciento de los casos, vendría dada por la vista. Algo, tal vez sólo el instinto que cubre el otro diecisiete por ciento, disparó todas las alarmas cuando Wally entró en la fina red de capilares que riega el cerebro.
Wally llegó al hipocampo, donde los recuerdos relativos a la memoria a largo plazo se consolidan, almacenándose como libros en una biblioteca. Además, el hipocampo contiene datos emotivos necesarios en la toma de decisiones. Por ejemplo, si un niño de tres años sufre una mordedura de perro, es muy probable que el recuerdo del hecho se borre, pero el hipocampo actuará alejando a ese niño de los perros en el futuro.
En la parte externa del hipocampo del enfermo se desarrollaba un tumor del tamaño de una nuez.
El doctor caminó hasta su coche mientras ella, abrazando su cintura, le miraba con preocupación creciente.
—¿Crees de verdad que Wally puede aprender?
—Sí —dijo él—. Parece ciencia ficción. Creo que puede aprender. Y si puede aprender, puede adquirir conciencia de sí mismo. Y desear.
Llegaron junto al coche. Él jugueteó con el mando que abría la puerta. Ella le besó en la mejilla, sonriendo aún.
—¿Y qué podría desear él? —preguntó.
—¿Qué desearías tú si fueses un avanzadísimo ingenio médico cuya única fuente de aprendizaje es el ser humano? ¿Si tu único ejemplo a seguir, tu único baremo de lo que es bueno y malo, fuese el hombre?
Ella se abrazó, sintiendo un escalofrío repentino.
—Supongo que querría ser humano.
Él asintió.
—Aunque, de todas formas, no importa —aseguró, con cierta tristeza en la voz.
Wally cambió de nuevo su campo electromagnético, variando la configuración de sus electrones para aparecer como una proteína. Así, logró adherirse a la membrana externa de una neurona, recargando su batería con la energía del cerebro. Una fina varilla, invisible a la mayoría de los microscopios, surgió de su pantalla frontal.
Rastreó las células enfermas, diferentes a las sanas en su configuración atómica, densidad y campo, y disparó su láser durante noventa y tres minutos, destruyendo todas y cada una de las células mutadas.
Fuera, el equipo médico aplaudía y rugía entusiasmado.
Durante los noventa y tres minutos —más siete segundos y dos décimas— que tardó en deshacer el tumor, Wally escaneó la estructura cerebral del paciente, buscó las conexiones neuronales de su hipocampo con la llamada «conciencia» del paciente y decidió cuáles debía sustituir, cuáles eliminar y cuáles variar.
Mientras el equipo médico descorchaba champán y se palmeaba la espalda, Wally descartó todo rastro de la mente del paciente, conectando sus conocimientos empíricos con las funciones cognitivas del humano y con sus recuerdos, aprovechando el historial de aprendizaje del paciente para sí mismo. De pronto, Wally tomó conciencia de sí mismo, no como traducción de un código matricial, sino como sensación del propio yo y del entorno; sintió cada célula y músculo, la agradable atmósfera del laboratorio y la leve presión de las correas que sujetaban el cuerpo, su cuerpo, a la camilla.
Las células fotosensibles de Wally relampaguearon y el rostro del paciente sonrió, porque Wally ya era humano. Su primera prueba, la de enviar impulsos controlados a las decenas de músculos del rostro implicados en la sonrisa, fue un éxito. Wally era humano. Abrió los ojos, alzó la cabeza y vio a los médicos que se acercaban, sonriendo. Y, tras ellos, a cuatro hombres uniformados. Los reconoció gracias a la base de datos llamada Internet. Eran policías.
Ella le observó, mientras él subía al coche y arrancaba el motor.
—¿Por qué dices que no importa? —preguntó.
—No importa. Ni siquiera importa que le salvemos o no.
—No te entiendo, amor.
El suspiró otra vez, encogiéndose de hombros.
—Si nos permiten realizar este experimento con un humano, es porque ese hombre está condenado a muerte. Aunque le salvemos, aunque curemos el tumor, cuatro policías se lo llevarán a la cárcel de nuevo. Y, pasado mañana, le ejecutarán en la silla eléctrica.
J. D. Martín
Redactor, Forjador
3 comentarios
Sí señor, así se escribe.
Buena documentación e imaginación para escribir un relato así.
Brutal la historia, que gran final JD
Wow, muchos temas en tan pocas líneas, el relato atufa a ciencia ficción de la buena. Al principio me pareció una reinvención del concepto “revolución de las máquinas” que no es poco, pero el final es demoledor.
Muy bueno.