Hace poco hablaba con un amigo sobre si echaba yo algo de menos de “mi tierra”, Melilla (es mentira, no hablo con nadie, los celadores no nos dejan, pero es una forma clásica de empezar un artículo). Le dije tajante a mi amigo: no, en absoluto, yo soy apátrida y nada ñoño. Qué frío eres, Franky, respondió mi amigo.
Pero no lo soy tanto. Es cierto que he desechado esa desagradable tontería de echar de menos, pero también es cierto que disfruto de mis memorias como cualquiera, lo que pasa es que no quiero ni pretendo que vuelvan, ya puedo evocarlas yo cuando me dé la gana o cuando le dé la gana al universo: como hace un rato, que pasé por delante de una factoría en que tuestan y muelen café. El olor penetra todo a su alrededor, y ya pases andando o con el coche se te mete en las fosas nasales con descaro. Pues bien, mi abuelo tostaba y molía café, y yo, pequeñín, iba a su casa todas las mañanas a que me moliese el café del día; iba con un cacharrito blanco con la tapa marrón. ¿Veis cómo evoco?
De cualquier manera el olor del café, después de llevarme a esa época mítica, mi niñez, siempre me lleva a pensar en otro olor penetrante: el de la sangre, el de la carne muerta, el de la putrefacción, también el de un cadáver embalsamado, ese empecinado insulto al olfato que se rodea de perfumes vivos y semblantes sobrios en las salas de los tanatorios. Si habéis encontrado alguna vez un ratón, una rata, o cualquier animalejo de tamaño similar, muerto, habréis comprobado que por pocas horas que lleven ahí tirados, pudriéndose (recordemos, con el querido Jiménez del Oso, que la putrefacción empieza inmediatamente después del óbito); os habréis dado cuenta de eso: huelen. Y si acaso crees que todavía no huelen, basta con darles una patadita para moverlos y ver cómo están por detrás: al mover el cuerpo hinchado el olor te ataca enseguida, mientras moscas y hormigas empiezan a mosquearse contigo. Esto siempre lo hacemos: moverlo, en muchas películas lo hemos visto, cuando encuentran un cadáver lo zarandean como si pretendiesen despertarlo, o como si quisieran verificar que no se trata de una bromilla (a pesar del cerebro desperdigado por el suelo a veces).
Yo tengo mis cosillas, y siempre que encuentro un cadáver (encuentro muchos, tengo de hecho un sutil detector en la nariz para ello) se me viene a las mientes la expresión “un odre hinchado”. Qué le vamos a hacer: unos ven el futbol, otros se empecinan en buscar y fotografiar cadáveres. Bien: un odre hinchado. El cuerpo lleva unas pocas horas sin vida pero no sin hacer cosas: además de haberse hinchado por la liberación de ciertos gases, los líquidos se han ido juntando con cariño al centro de la Tierra, como un poso en una botella de vino centenaria; y he aquí por qué nos golpea el olor al darle la consabida patadita: los líquidos putrefactos, putrescentes y podridos (que de todo participan) se menean. Esto lo sabemos ya todos, pero no quita que sea bonito traerlo a colación, como los sentimientos amorosos en un poema a tu amada.
También hace poco hablé con el escritor Antonio López Sousa (mentira, los celadores te golpean si intentas comunicarte con las sombras) sobre eso que sabéis me pierde: los bolsilibros, los libros de a duro, el pulp español, y su capacidad, la capacidad de todos estos artesanos empedernidos, casi siempre españoles con seudónimos americanizantes, de transportarte a la ligera al Oeste, a Marte o al corazón de las tinieblas. Pues bien: si pienso en olor no puedo evitar pensar en Un olor a cadáver, de Frank McFair (Francisco Cortés Rubio), un librito de EASA —colección TERROR— que nunca guardo en la biblioteca, siempre lo tengo por casa, le tengo ese especial cariño. Pues bien: el título lo dice y hay referencias al olor magistrales:
“Howell, gimiendo, acercó sus manos al fuego, hasta que se pusieron en contacto con las ascuas. Un humo espeso ascendió de ellas, y un intolerable hedor a carne quemada llegó hasta la nariz de John”.
Esa cita es casi del final, pero mira que abro el libro por cualquier página y:
“Miró debajo de los muebles, olfateó la chimenea y movió un barqueño. Nada. Pero persistía la peste”.
Vuelvo a recalcar mi absoluto fanatismo con estas obritas, fíjese el lector en cuatro cosillas de esta frase: primero nos suelta que mueve un barqueño, y claro, no cualquiera tiene uno (y yo me lo imagino además de estilo renacentista, tareceado ad nauseam), nos está diciendo la clase social del tipo sin decirlo; la frase súper aliterativa “pero persistía la peste”, tan musical, tan poética. La frasecilla, ya digo que cogida al azar, ha tenido el poder de devolverme la trama del momento de la novela, como si estuviese leyéndola ahora de nuevo, me ha retrotraído a la historia; como cuando un olor te lleva a la niñez. Olores y frases bien construidas tienen ese poder.
¿A dónde quiero llegar? (No puedes llegar ni salir: recuerda a los celadores). El cine de terror deja mucho de lado el olor. Cuando te acercas a la guarida del asesino no te das cuenta de dónde te has metido hasta que “ves” los cuerpos colgando de ganchos y cadenas, pero lo cierto es que antes de verlos los debieras haber olido. Sé que no existe todavía el oloproyector, pero son cosas en que siempre pienso cuando veo este tipo de escenas. Existe a veces algo que puede resultar mucho peor: que los personajes se tapen la nariz y exclamen “oh, Dios, pero ¡¿qué es ese olor?!” Y nosotros no podemos evitar reír, ¿verdad?
Me gustaría ver una escena de este tipo:
«La chica, cojeando y maltrecha, sucia la cara, con regueros de lágrimas que le dan aspecto de fantasma japonés, y por supuesto con la ropa muy destrozada; empuja la pesada puerta de la tenebrosa cabaña y esta, la cabaña, digo, la devora. Una vez en el interior vemos el gesto de asco, la cara de extrañeza primero y espanto después; se tapa la boca mientras los ojos se abren como focos de una prisión. Por fin no lo puede evitar y vomita, en su propia mano, por su barbilla y sobre su casi inexistente top; pero ni se da cuenta, parece. Tose, se ahoga, no ha visto nada, solo polvorientos muebles, pero ya sabe lo que va a encontrar (lo que queda de su simpático novio) en la habitación, oscura, tan oscura, del fondo».
Algo así. Necesitaremos una buena actriz, eso sí. Que tan importante es saber llorar cuando uno quiere como saber echar la pota.
Escribiendo es más fácil, y sí que se nos suele hablar del olor, en un libro no precisamos más que palabras y podemos escribir lo que nos de la gana; no como en el cine, que se puede quedar cojo al tratar ciertos temas. No recuerdo de quién es la cita, lo siento, “un olor como de mil tumbas abiertas le golpeó”; esto ya sí tiene su miga.
En fin: era solo que se me pasó por la nariz escribir este artículo, y entre golpe y paliza, entre insulto y desprecio, de los inhumanos celadores que me guardan, pude pararme a tomar estas apresuradas notas (aunque los celadores prohíban el uso de cualquier herramienta de escritura).
Fco. Santos Muñoz Rico
Redactor
2 comentarios
…muy interesantes sus cavilaciones sobre sobre los olores(y hedores)que nos rodean…alguna vez imaginé su”Oloproyector”para hacer mas amenas las peliculas…pero creí,tal como lo apunta, que se perderia el”factor sorpresa”😂😂😂…y los cines en cuestion gastarian una fortuna en proveerle a cada espectador su dotacion de bolsas para el vomito…😝
Un gran artículo.