«Bueno —dice Cuartila— ¿es ella acaso más joven que lo era yo cuando soporté al hombre por primera vez? ¡Persígame la ira de Juno si guardo algún recuerdo de mi estado virginal! Cuando apenas sabía hablar, retozaba con los críos de mi edad, después, al correr de los años, me fui entregando a otros cada vez más mayores, hasta alcanzar la edad adulta que veis. De ahí arranca, sin duda, aquel proverbio que dice: podrá con el toro quién haya podido con el novillo».
Dedicadle cinco minutos, solo cinco, de reflexión a este fragmento de la primera parte de El Satiricón. Si habéis leído la obra sabréis qué es lo que precede a tan cristalino monólogo, si no, ya os lo digo yo (a partir de aquí comenzamos los spoilers de una obra del siglo I d.C.): estas palabras están pronunciadas justo después de presentar el casamiento de una niña de siete años con un hombre adulto. Antes ya hemos asistido, ciertamente algo descolocados, a un buen puñado de orgías, una pelea de amantes, amores pedófilos y toda una retahíla de situaciones a cada cuál más surrealista. Eso, junto a algunas cosas más, es la obra de la que vamos a hablar hoy, la considerada, y esto son palabras mayores, una de las primeras novelas de la literatura.
Nos encontramos inmersos en una época de escrutinio constante a la palabra escrita. Géneros, temas, límites… nada se pasa por alto para la nueva inquisición literaria, que encuentra trabas y pone barreras para llevar a extremos algo que debería ser tan libre y natural como trazar líneas sobre una hoja en blanco. En este sentido, recuperar la irreverente obra atribuida a Petronio es una hostia con toda la mano abierta que nos trae una verdad dolorosa pero irrefutable: los antiguos, para todas estas cosas, molaban más. Y tenían, clarísimamente, la piel mucho menos fina.
Y que nadie se piense que esta bacanal romana de sexo, pedofilia, banquetes y pillerías varias es un entretenimiento gratuito: para los que consideran que no se puede denunciar a través de la literatura, pueden encontrar en El Satiricón una crítica desinhibida y deslenguada de la hipócrita sociedad romana. No se deja nada al azar en esta novela que por desgracia ha llegado incompleta y fragmentada, y que supone nada más y nada menos que el comienzo de ese género picaresco que todos descubrimos en el colegio con el maravilloso Lazarillo de Tormes, así como un esbozo de los libros de viajes que cartografiaron la Edad Media. Con una buena dosis de burla, eso sí. Y otra buena dosis de caótica sátira.
El Satiricón no es un entretenimiento banal: viaja con cuidada ambivalencia desde la disparatada relación de los amantes protagonistas (con escenas de celos propias del mejor culebrón turco) hasta la segunda parte, llamada La cena de Trimalción, una oda al desparrame que bien podría ser, ella sola, el argumento perfecto de una absurda película de serie B. Pero no hay que confundirse ante tanta entrada de plato, discurso y escenas estrambóticas: esta cena es una denuncia divertidísima a los opulentos y vergonzantes banquetes romanos, al trato y maltrato (y otro tipo de relaciones más carnales) de los señores a los esclavos, al punto de vista de los nuevos libertos y al derroche romano en general. Termina la obra con una tercera parte de aventuras singulares que bajan el nivel pero siguen dejando un escenario de grotesca realidad. Una fábula descabellada. Un auténtico lujo para la osadía.
Aderezado con el menosprecio a la poesía y los poetas (Eumolpo como personaje es un regalo del cielo), partes de historia, viajes por mar, peleas rocambolescas e incluso problemas de impotencia (sí, la de no se me levanta ni a tiros) este experimento a la romana parece un “sujétame el cubata” del que se han hecho más interpretaciones que copias. Ni siquiera se sabe si las tres partes pueden corresponder al mismo autor o no, como tampoco se sabe si este es el tal Petronio que pululaba por la corte de Nerón como una Isabel Preysler con corona de laureles: era el perfecto organizador de banquetes y fiestas, de ahí que se haya considerado La cena de Trimalción como un reflejo de la opulencia del emperador que supuestamente (aunque sobre esto habría que escribir un capítulo aparte) prendió fuego a Roma. Algo puede haber de cierto, ya que Petronio, tras su caída en desgracia (algo rarísimo en Roma, vaya) dedicó unas letritas de lo más elocuentes criticando al emperador de la lira. Llamándolo mal poeta. ¡Mal poeta! De todas las cosas que se le podían decir a Nerón…
En resumen, esta maravillosa gamberrada muestra con un realismo casi cruel las vergüenzas de una Roma Imperial, en un texto que no acota, ni limita, ni restringe, la marginalidad de los jóvenes pobres en esa vasta y basta civilización que fue la romana. Porque la literatura también es eso: sátira y burla, parodia de este gran teatro al que llamamos mundo.
Porque las letras han estado para apuntar y disparar donde más duele, aparte de para otras muchas cosas.
Porque los antiguos, en algunas cosas, molaban más que nuestra generación.
Aunque tampoco haya que esforzarse demasiado para eso.
Lorena Escobar
Redactora
2 comentarios
Los antiguos eran infinitamente menos timoratos, en efecto, y eso que hoy todavía hay niños putos, violadores impenitentes, orgías (algunas ya reguladas por ley, como locales de alterne), poderosos que se reúnen para perpetrar bacanales y guarradas sin par… Nada nuevo bajo el sol; pero si hoy decimos “follar”, “maricón”, “violación”, “niños desnudos”, da igual el contexto: se nos tiran al cuello los sdalides absurdos de la virtud
Obra universal, sin duda, que aborda ciertos temas que, en nuestros días, se han convertido en tabú, compañeros de una sociedad cruel que nos obliga a guardar las apariencias y dejar en el baúl el disfraz de lobo enfermo, sádico y adicto al sexo y al exceso. Muy buen artículo.