Hablemos de monstruos

por José Luis Pascual

Hablemos de monstruos.

No hay, en la literatura actual, apenas monstruos. Se esconden, son esquivos, temerosos. El mundo al revés. Hace años rugían con toda su alma y, reconozcámoslo, nos echábamos a temblar bajo las sábanas con el eco de esos rugidos atronando en nuestro cerebro primigenio. Si nos atrevíamos a levantar la cabeza para echar un vistazo a través de la ventana, veíamos pisadas rojas bajo los círculos que dibujaban las farolas. Monstruos campando a sus anchas en la madrugada, dejando un legado de sangre como rastro. Qué tiempos. Ahora no, ahora todo está impoluto, la noche dura menos que nunca y hemos dejado de necesitar sábanas para dormir directamente sobre el colchón. Ya no tenemos miedo. En gran parte, porque los monstruos han enmudecido.

Nos hemos dejado hundir en los pasillos de la inexistencia y transitamos por ellos sin molestarnos en tocar sus paredes rugosas. Da igual saber dónde estás si no te importa quién eres. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Afortunadamente, aún existen rincones inexplorados que prometen salvarnos y recuperar el lado salvaje del animal humano. Recuperar el miedo. Francisco Santos Muñoz Rico teoriza al respecto en su novela Aquí hay monstruos, hurgando en nuestros terrores más elementales como un cirujano esgrimiendo su bisturí con destreza. Alcanza Francisco Santos cotas de intrusión emocional que no recordaba desde Lem, desde Kafka, desde Ende, desde King. La novela remienda a la Alicia de Carroll a cuchilladas, sin renunciar a un simbolismo budista desarmante:

Y abrió la puerta, entró, y el libri cayó al suelo de madera; era otro lugar por el que Müsbar, el hombre malo, no iba a poder pasar.

Nosotros, empero, podemos y debemos pasar.

No echa uno de menos estas cosas hasta que las lee. Puertas a otros lugares, decadencia asoladora, libros como arma definitiva, crecer sin perder la infancia. Esa profundidad se extraña. Mucho. Y el no plegarse a nadie ni a nada, ni siquiera a la propia literatura. Concebirla como entidad que se ataca a sí misma es brillante. Daniel Pérez Navarro hablaba en Ritos salvajes de faros y de leyendas, de zoológicos humanos, de un oso-monstruo aterrador. Un monstruo que el lector intuye en sí mismo, un atisbo de recuerdo de la mitología propia. Si prefieren otro monstruo, revisiten los cocodrilos de Mónica Ojeda, tan apabullantes y poderosos como la marca que dejan sus mordeduras. Dentelladas que nos hablan directamente, que nos empujan a triturarlo todo. O quizá a volver a cuando nos atrevíamos a pensar sin barreras. ¿Por qué no volvemos a nuestras raíces? Estos autores nos apelan a ello. Y repito: no echa uno de menos estas cosas hasta que las lee.

Los monstruos de Nieves Mories rugen desde habitaciones de hospital, desde salones de fantasmagorías de mentira o desde agujeros de sol. Monstruos que son, en general, familias. Su Agnus Dei aún reverbera en mi memoria con su tono arrítmico y desalmado, con su voz rugosa y abismal. Los monstruos pueden oler a bata blanca, a desinfectante, a medicamento asesino, a fuego. Monstruos que son familias. Como los de Daniel Aragonés, disfrazados de súcubos rotundos, de escenarios teatrales, de pasillos oscuros donde hay bultos en el suelo que parecen bebés. El fin del mundo nos condena a todos, pero que mueran todos si con ello queda esperanza para nuestra familia. Habla mucho de familias, Daniel. Habla mucho de monstruos. Voces que adoro las de estos defensores de la pureza más oscura. No puedo, no quiero, no necesito escuchar otras.

Volviendo a Francisco Santos, su alegoría se ha metido tan dentro de mí que ahora requiero monstruos. En un pasaje de Aquí hay monstruos, un niño transita un pasillo oscuro, invisible en la negrura, delimitado tan solo por el mohoso tacto de una de las paredes en su mano. El mero hecho de quedarse quieto unos instantes hace que el pasillo cobre vida, ensanchándose hasta el infinito hasta convertirse en infinito. Un infierno infinito. La sensación de desamparo es tan vívida, tan devastadora, que el monstruo te hace llorar. 
El modo en que el autor, desde una tercera persona, nos involucra en una visión infantil del horror, resulta desgarradora por las implicaciones. Aunque los eventos que se despliegan en la trama son meramente fantásticos, la manera en que el trauma se va abriendo paso en la mente de los niños está llena de una imparable desolación. Es la destrucción de la inocencia, el desmoronamiento anticipatorio a la repentina concepción de la muerte.

El cambio de paradigma nos presenta una realidad en la que el monstruo ya no es de carne (deshilachada) y hueso (podrido), sino que vive dentro de nosotros y mira a través de nuestros ojos. Si Cormac McCarthy realizó la más sublime descripción de Dios en el último párrafo de La carretera, Francisco Santos Muñoz Rico redefine la figura del monstruo como epítome del mal interior que, nos guste o no, es intrínseco al ser humano:

¡Una bola de plastilina! Maldito renegado. No camináis por una bola de plastilina horadada por un dedo, sino por mi ojo de muerto vivo. No es un volcán, es mi nervio óptico, y tu boca de embudo es el foco de mi pupila, un agujero de gusano del que esta vez no saldréis ninguno. La boca tiene hambre, yo tengo hambre.

Tal vez no haga falta hablar de monstruos. Solo escucharlos.

4 comentarios

Vicente noviembre 29, 2023 - 5:55 pm

Monstruo, que eres un monstruo.

Responder
José Luis Pascual noviembre 29, 2023 - 6:10 pm

Jajajajaja, además de verdad, ¡y de los viejos!

Responder
Daniel Aragonés noviembre 29, 2023 - 6:20 pm

Un artículo que habla de la más pura esencia del terror. No podría estar más de acuerdo.

Responder
José Luis Pascual noviembre 29, 2023 - 6:27 pm

Ya sabes que coincidimos en muchos puntos de vista. Un abrazo.

Responder

Deja un Comentario

También te puede gustar

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia del usuario a través de su navegación. Si continúas navegando aceptas su uso. Aceptar Leer más