Recién abierta la oficina de Dentro del Monolito, y habiendo encendido ya la barrita de incienso pertinente en el altar que le tenemos a nuestro honorable patrocinador, Kagada Corp., me dispongo a fisgonear el correo de los demás, especialmente el de mi compañero Román… Pero he aquí que un olor a chamusquina me detiene: sobre mi mínima mesa de becario en prácticas hay un paquete que humea. No solo eso: ¡está en llamas!
No esperaba novedades editoriales tan pronto, pero me apresuro a sacar el candente objeto de su envoltura: se trata de El reino de la noche, del musculoso William Hope Hodgson.
Me retiro inmediatamente a fagocitarla.
¿He leído algo, alguna vez, que se asemeje a esta magna, gigantesca, vasta obra, esta epopeya singular, este canto macabro a la imaginación desbordada, este sueño infernal, y humano, del fin de los tiempos? Jamás.
Acaso la única comparación que se me ocurre de momento sea con El paraíso perdido, de Milton. Y esto por una razón fundamental: Hodgson, en esta ocasión, aunque escriba prosa, aunque se trate de una novela moderna, está tomando el papel de vate, de cantor, de Homero; de poeta: es poesía El reino de la noche. De hecho nos recuerda a las epopeyas homéricas también: ritmo audaz, lirismo exacerbado, y un sentimiento de trascendencia, de irrevocabilidad y de mito, leyenda; de todo esto tiene. ¿Es el protagonista un héroe, si no un semidiós, sí un elegido de los dioses? Lo es, rotundamente.
Por otra parte se puede ver como pura diversión Pulp; así sin más. Hay monstruos, aventuras, una chica de buen ver, peligros sin fin, chanzas, y un protagonista que no siempre las tiene todas consigo, pero que es lo bastante duro. La palabra epopeya, que hemos usado unas líneas arriba, le casa a la perfección. ¿Acaso no escribiría Homero redivivo novelitas Pulp?
En muchas ocasiones habló el buen Unamuno, otro poeta por encima de cualquier otra cosa, de la sensación que nos produce un libro: podemos recordar haber leído tal o cual libro, tal vez lo hicimos hace veinte años, sabemos positivamente que lo hemos leído: está entre nuestras cosas, cogiendo polvo junto con nuestra propia alma, pero no recordamos en absoluto de qué iba, ni los nombres de los personajes, ni la trama, nada. Y a pesar de esto, de no saber nada sobre la historia en cuestión, podemos afirmar con rotundidad salvaje si nos gustó o si no nos gustó. Porque los libros son mucho más que la suma de sus palabras, si se me quiere entender. Pues bien, si yo recordase este libro dentro de esos veinte años, o cuarenta, y no pudiera dar datos específicos, como cuántos millones de personas aguardaban en la pirámide o cualquier otra cosa, podría decir lo que llevo dicho hasta ahora sin temor a marrar.
Digamos, entonces, que esto de que he hablado es el espíritu del libro, y que en realidad no hay mucho más de lo que hablar en este tipo de artículos al respecto de un libro: de su espíritu. De la sensación que nos produce. Esta idea la encontramos también en los maestros de la llamada sabiduría perenne cuando diferencian entre el saber intelectual y el Conocimiento, que va más allá del mero intelecto. Estas Tierras de la noche de Hodgson apelan al espíritu, en efecto, y al corazón; una vez que te dejas atrapar por la historia, ésta se convierte en una narración mística, aunque al poco ducho lector (el que solo lee con el cerebro y no con el corazón ni con otras partes) no se lo parezca.
Me permito citar brevemente a H. P. Lovecraft:
«La ficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida de la Naturaleza al único canal sobrenatural elegido, y recordar que el escenario, el tono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que comunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuento verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una ley cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los fenómenos más que las personas los «héroes» lógicos».
Esto tiene mucho que ver con lo antedicho. El escenario, el tono y los fenómenos son más importantes que la trama y los personajes. En esta obra de Hodgson, y puede que en todas las suyas, esto es así.
El mal que subyace a todo en medio de ese mundo terminal es una realidad proterva que durante toda la narración (casi no hay párrafo en que no se nos presente) está deliberadamente por doquier. William Hodgson es un maestro, no cabe duda.
Concluimos, pues, que esta novedad editorial debe ser leída por todo aquel que ame lo fantástico y lo terrible, pues que si no, el universo entero se desmoronará indefectiblemente; esto es: os quedaréis sin conocer una de las epopeyas fantásticas más importantes de la historia de la literatura.
Mike R. F. Singlestone
Aunque nacido en Milwaukee y criado en Estados Unidos hasta los siete años, Singlestone pasa casi toda su infancia en Ciudad Real, a cargo de una de sus tías: Theodora Peebles, amiga personal de, entre otros, Ian Gibson, con el que mantuvo charlas en su niñez de las que él mismo cuenta: "para él debieron de ser conversaciones intrascendentes con un mocoso, pero a mí me marcaron para el resto de mi vida como escritor".
Actualmente vive a caballo entre Piamonte, Nueva York y Madrid, trabajando como corrector y traductor para distintos grupos editoriales.
3 comentarios
Debo agradecer esta magnífica reseña a Mr. Mike. Excelente. Ese análisis sobre lo importante del weird, aunque como autor quiera encender una luz sobre la cabeza de mis protagonistas principales y otorgarles a ellos la corona de la ficción extraña, llamada así de origen.
Un placer leerte.
Maik se merece una subida de sueldo.
Absolutamente de acuerdo. Comparto en FB. Muchas gracias!!!