De Praedestinatione (o que leemos los libros que tenemos que leer). Y una breve elegía.
Perdóneseme el latinajo, pero es que recientemente estuve conversando con el escritor, y redactor también en este Monolito, Francisco Javier Olmedo Vázquez, sobre el uso del diccionario que hacíamos antaño para conseguir comprender latinajos que encontrábamos en los libros sin notas al pie que nos desentrañaran los arcanos enigmas que, más allá de los consabidos “homo homini lupus est” o “alea jacta est”, se nos hacían totalmente terra incognita. En mi caso particular recuerdo que Fernando Sánchez Dragó parecía querer burlarse de mi ignorantia plena en estas lides lingüísticas. De cualquier manera, y ya entro en el asunto que nos trae aquí y dejo de desvariar como suelo: timeo danaos et dona ferentes: no os confiéis con la internet, que a veces os va a traducir verdaderas burradas.
De predestinación quería hablar, y debo volver al pasado, al año 99 del siglo XX, más o menos, antes de la época de las llamadas redes sociales y esta super cantidad de información para deglutir, ya falsa, verdadera, abstrusa, inventada o lo que sea; para un tipo como yo, que vivía en uno de esos culos del mundo, que no portales al inframundo (aunque también), en que no llegaban ni los últimos estrenos al cine y nos debíamos conformar con andar seis meses a la cola del resto de carteleras españolas, un tipo como yo, decía, tenía pocas oportunidades de expandir sus horizontes literarios si no era viajando (si bien es cierto que en la biblioteca de Melilla leí alguna que otra obra, aunque digamos que de carácter muy general —recuerdo con especial cariño La Biblia Del Oso—).
Como iba diciendo, que os pierdo: la única manera de expandir esos horizontes literarios, entonces liliputienses, era viajar: mirar libros en librerías, de viejo o de nuevo, en el caso que me ocupa –praedestinatione– la epifanía sucedió en el puesto de libros que ponían en la estación de autobuses de Granada. Lo siento, sigo desviándome: la última vez que pasé por allí el puestecillo, como una mini ultima Thule, aún estaba en pie, impertérrito ante el paso del tiempo, ante los cambios de paradigma, las muertes, los nacimientos, las revoluciones, internet, la mayonesa de bote, los nanobots… y lo gracioso es que la práctica totalidad de las obras que allí se ofrecían ya las había yo consumido, desde Montecristos a Jékylles y Hydes, desde Tagores a Erasmos… en fin. Yo había crecido, al parecer, o el mundo se hacía pequeño. Allí leí por vez primera el gigantesco nombre Lovecraft, y fue leerlo y saber, SABER, que ese escritor iba a tener una importancia capital en mi vida (me hubiese venido bien, entonces, para explicarme el fenómeno epifánico al menos con teorías que lo respaldasen, haber conocido ya los Recuerdos Del Futuro de Von Däniken, porque era tal como si yo recordase mis sentimientos sobre Lovecraft, aun sin haberlo leído).
Estoy seguro de que todo el que me lea ha experimentado fenómenos singulares parecidos a este, sus testimonios serán bien recibidos en esta comunidad de apestados y leprosos.
Al ver la palabra Lovecraft me dirigí inmediatamente a los dos volúmenes. Se trataba de Los Mitos De Cthulhu, de Lovecraft y ¡otros! ¿Otros? —me dije—. No quiero otros, quiero a Lovecraft, puro y sin contaminación. Me empeciné en no comprar esos libros impuros, que mezclaban al dios recién descubierto Lovecraft con “otros”. Mi acompañante me llamó “gilipollas”, y me dijo: “pues cómpratelos”. Veis que no entendía nada mi pobre acompañante.
Gracias a mi hermano y al incipiente internet pude, al poco, leer la obra completa de ese señor, ese Alhazred, ese Von Juntz, ese escritor desconocido y extraño del cual solo el nombre sabía. Se descargó un archivo con la casi totalidad del corpus lovecraftiano, en una traducción que, por cierto, no he vuelto a encontrar. Y lo fagocité delante del ordenador. Predestinación. Después leí a los otros, claro.
Hoy puedo decir sin ánimo de nada más que de ser certero que soy experto en Lovecraft, soy un gran conocedor de su obra y de su espíritu en general. Francisco Javier Olmedo Vázquez también anda por estos caminos, y no vuelvo a traer su nombre porque sí: la primera vez que leí el título de una de sus obras, Bajo Nuestros Pies, supe, SUPE de nuevo, que iba a ser esta de gran predilección para mí, como así ha resultado y sigue resultando: hace poco que publicó su cuarta novela, El Cuarto Apóstol. Es una delicia adentrarse en sus mundos oscuros. Para seguir con los latines: todas sus obras se retroalimentan, se conectan entre ellas como piezas de puzle, e pluribus unum; para formar un corpus total de gran enjundia.
Hoy Lovecraft es un nombre muy conocido, no tan leído el autor como conocido el nombre, por supuesto, pero tal sucede con cualquier escritor de mérito y fama, no nos asustemos. Y en verdad os digo que Lovecraft, de seguro, no es para cualquiera, es para ti y para mí, amantes de lo oculto, que nos emocionamos al saber que en un libro “hay referencias crípticas a cultos olvidados”, que empezamos a dar brincos al leer “bituminoso”, o “protervo gorgoteo inhumano”, o que de tal otro grimorio tan solo quedan “las notas apresuradas que cierto monje que fuera por ello mismo excomulgado, se molestó en tomar en su cuaderno personal y en enviar a un viejo erudito con la misión de no leerlas bajo ningún concepto y destruirlas sin dilación (la muerte del monje, así como la del erudito, por supuesto, sucede en extrañas circunstancias y es totalmente infame)”; para el profano o simplemente para el que no ame estas cosas, estas frases resultan tontas y rebuscadas, pero para nosotros, devoradores de pulp, tragasables de poesía macabra y equilibristas del día y la noche del Alma, son oro en paño, o en papel. Lo que pretendo decir es que Lovecraft instauró un nuevo mundo, por supuesto que no fue él solo ni fue él el primero en comenzar la instauración, pero sin duda es él el sumo pontífice de este, repito, mundo, universo, cosmos. Quería decir: Pontifex maximus, que no decaiga el aire arcano.
A pesar de nuestro entusiasmo seguimos leyendo expresiones que, francamente, no alcanzo ni a comprender: “subgénero”, “género menor”, “terror”, “bah… tentáculos y más tentáculos”. No, señores y señoras, niños y niñas, no me vengan con zarandajas, es Alta Literatura Lovecraft, como lo es el amigo Olmedo y como lo es Borges. Me asquean, qué le vamos a hacer, ciertas generalizaciones, o ciertas categorizaciones, que nos dejan (ya me metí en el saco) como meros aficionados, mequetrefes sin esencia profunda, papanatas de las letras o sencillamente niños en cuerpos de hombres que no andan ni hechos ni derechos. Y no es así: Lovecraft leyó en carta del padre de Robert Howard la descripción de cómo Robert, su amigo, salió de la habitación de su madre en coma, se metió en su coche y se pegó un tiro en la cabeza, de cómo vivió aun ocho horas sin recuperar la conciencia, un trozo de carne que se apagaba de a poco, con un agujero que le atravesaba el cráneo de oreja a oreja. La bala apenas sí rozó el prodigioso cerebro del tejano. Esta carta debió de leerla Lovecraft, por supuesto, en el 1936, cuando ya andaba desencantado del mundo y de los hombres, cuando, que yo sepa, ya no escribía o apenas lo hacía, cuando el fantasma del cáncer empezaba a rondar por las salas de su castillo interior, un año antes de su propia muerte, de la que Michel Houellebecq nos dice: “Cumplirá con las formalidades de la agonía con resignación, por no decir con una secreta satisfacción. La vida que escapa de su envoltura carnal es para él una vieja enemiga; él la ha denigrado, ha luchado contra ella; no tendrá una sola palabra de arrepentimiento.” Por supuesto que no la tendrá. No era, en absoluto, un niño, ni un fantoche, ni un pintamonas, pero creedme si os digo que en su vida esa fue la imagen que buena parte de su entorno tuvo de él, es la que buena parte de mi entorno tiene de mí: no somos cosa seria.
Pero lo somos.
Me gustan estos versos para imaginar a Lovecraft rememorándolos a las puertas de la muerte:
“El Engendro, dijo, vendría esa noche a las tres
desde el viejo cementerio que se extiende al pie de la colina;
pero yo, acurrucándome al benévolo calor de un fuego de roble,
intenté convencerme a mí mismo de que era imposible”.
El Mensajero, HPL.
Apunte final: le encantaban los sándwiches al loco de Providence.
Fco. Santos Muñoz Rico
Redactor
6 comentarios
Los sandwiches, ¡y los helados! ??? Muchas gracias por la honrosa mención, amigo mío ??
Me declaro afín y adepto, secundando por completo estas sabias palabras, que podrían ser suscritas, no con tanta gracia, arte y conocimiento, por mí mismo.
Lovecraft marca un antes y un después, y su literatura y marca es un género (no subgénero o perteneciente a otros); GÉNERO LOVECRAFTIANO. Valga la prueba de los muchos que intentan imitarlo (pocos lo consiguen con dignidad nefasta), de aquellos que lo homenajean con imaginaria propia (hay ejemplos relevantes e ignotos) y la cantidad de publicaciones o reediciones e ilustrados con su nombre (Maestro) como reclamo.
Iä, iä, Cthulhu fhtagn. Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn!
Muchas gracias, amigo, espero que los perros de Tindalos no te despierten nunca de madrugada
De tu hermano sé que leyó algunos de esos documentos en un viejo monitor CRT al que bajó por completo el verde y el azul para después exacerbar el rojo hasta su máxima potencia. El singular efecto, sobre todo cuando la oscuridad de la noche se infiltraba en la desvencijada guarida tejada con uralita que con mansedumbre lo acogía, imponía que la lectura del material mencionado fuera realizada de pie, con la pantalla inclinada a tal propósito. La mera evocación del hecho despierta en mí incontenibles carcajadas evocadoras de un terror ineludible y aún fecundo. Ese altar solitario generaba más que una luz, una siniestra oscuridad que se reflejaba en las superficies como si al igual que la luz ella también se moviese en rayos, o a rayos. Como sabes, después de esa experiencia tu hermanó quedó loco para siempre.
¡Nominado al mejor comentario de la historia! xD
Lo sé. Y sé que también hubo noches azules, como la que pasamos mi hermano y yo leyendo en alta voz la biografía de Chet Baker. Pero muchas noches y días más fueron alumbrados por esa oscuridad iridiscente, que nos acompañó, por ejemplo, al grabar El Horror De Dunwich con sus efectos y sonidos extraños de acompañamiento. Y tantos otros hitos.