Hace algún tiempo (poco desde que empecé a escribir esto, un tanto más desde que lo acabé) me estaba leyendo la fantástica novela Plañido, de la aún más fantástica escritora monolitiense Sofía Guardiola. El caso es que, sin entrar demasiado en spoilers, la protagonista comienza a cuestionarse si, con su nuevo empleo como plañidera, está prostituyendo su dolor. Esto da a una reflexión que, como todos los buenos razonamientos, es extrapolable. Y entonces, me puse a darle vueltas al coco. Y de ahí surge esta reflexión, desordenada y caótica, como todo lo pasional.
¿Vendemos nuestro arte?
Quiero decir, es obvio que lo vendemos: cuesta dinero, repercusión… Rara es la pieza de arte que es 100% gratuita. No es a eso a lo que me refiero. Hablo de dedicarse a esto como un oficio de la forma menos glamurosa posible. Mi padre es tornero, lleva siéndolo más de treinta años, y recuerdo de pequeño cómo me contaba que había hecho cientos de piezas en su solo día. Mi padre es bueno en su trabajo, pero sobre todo esto lo conseguía por costumbre, por repetición. ¿Es así como hacemos arte? Como la producción de una fábrica, como un ave regurgitando para sus polluelos. Solo que aún peor, porque la empresa tiene clientes y el pájaro polluelos, y esto sin embargo suele ser gritar al vacío. Hasta ahora quedar en ese vacío era lo que me asustaba, pero después de esta reflexión, el éxito tampoco parece un destino halagüeño.
¿Prostituyo mi arte por dinero? Bueno, me gustaría pensar que no. Me gustaría pensar que yo soy la oveja negra del rebaño, que yo hago arte por hacer arte. Que escribo lo que quiero, cuando, como y porque yo quiero. Y, en cierto modo, es así. No me pongo barreras a la hora de crear, hago terror aunque sé que vende menos solo porque a mí me apasiona. Y, sin embargo, sí que modifico mi arte. Los concursos, las convocatorias. A veces, ni siquiera es por dinero, sino por la oportunidad de que tal vez alguien vea lo que haces y llegues a algo más. Como prostituirse esperando conseguir dinero para salir del lodo. Sabiendo, en el fondo, que las calles tienen muchos rincones y son bastante más oscuras de lo que aparentan.
Llevo toda mi vida laboral prostituyendo mi moral en pos de un beneficio. He dado clases de inglés y español en academias que seguían métodos que no me gustaban solo porque necesito el dinero. Preparo paellas para guiris en unas condiciones que detesto porque necesito el dinero. He sonreído en decenas de entrevistas en sitios cutres porque necesito el dinero. Porque el dinero no da la felicidad, pero la ausencia del mismo sí que nos causa infelicidad (una frase muy chula que, por supuesto, no es mía). Porque necesito comer, como cualquiera, pagar cualquier gasto que tenga. Y ando estudiando algo que es más pasional que una opción de dinero seguro y sonrío al reflejo en el espejo pensando que he elegido por mi cuenta y que podré vivir del cine y el teatro como el artista bohemio y barbudo que sueño con ser.
Pero sé que cuando el cinturón apriete haré de tramoyista, cámara en un programa del corazón o montador de videoclips para el raperillo de turno. Porque el cinto aprieta, y mucho. Y ya he hecho mis primeras escaramuzas con guiones y no van mal. Y la perspectiva de crear, de escribir, de crear arte obligado, al servicio de otros, doblegándolo hacia puertos mugrosos como hago con mi moral, es terrible.
A veces es por dinero, otras incluso peor. Te prostituyes por esperanza, por el ansia del que pasaría sí. Y eso quema todavía más. Porque, si vuelvo de hacer paellas cutres con el alma destrozada por trabajar en algo en lo que no creo y que tengo que fingir que me gusta, que me agota por pensar que yo soy capaz de más pero este condenado sumidero en el que vivimos no me lo permite. Si todas esas cosas me suceden, ¿qué pasará si me veo obligado a prostituir mi arte?
El arte es mi último bastión, el de muchos otros antes y después que yo. Mi fortaleza, el atolón final, la montaña que aún no se ha reducido a gravilla. Y ahí está, temblando de miedo. Miedo a dejar de ser yo mismo, a dejar de ser mía y quedar prostituida como la hija de un granjero pobre que necesita cumplir cupos de crueles terratenientes. Condenas que no ha pedido ni se ha ganado. Palos tras palos que tienes que aguantar con una sonrisa porque la otra opción es negra y roja.
La otra opción, la de Robert E. Howard. Siempre he adorado a ese escritor. No solo por el magnífico creador de mundos que era, sino por ser un tipo verdaderamente fiel a sí mismo. Por desgracia para el mundo entero (o, al menos, para mi), fue fiel hasta el final. Al mundo solo hay una forma de derrotarlo, y es eligiendo tu propio final, la única manera de que no te vapulee.
Robert E. Howard
Supongo que esto es un alto en el camino un poco aciago. No tiene por qué, todo puede ser que el arte sobreviva, que de verdad tras venderse logre ser libre, que pueda serlo en paralelo a otras actividades de esas que parten el alma o, por lo menos, la agotan.
Pero yo creo que no. Y, cuanto más lo pienso, peor lo veo. Creo que el arte es una herramienta más, que se puede vivir de él, pero hay que tratarlo como tal. Y yo lo veo como algo vivo y multiforme, más pasional que técnico, y por eso fracasaré, como fracasó Robert. Y por eso vosotros fracasaréis si pensáis hacer de esto vuestra vida. Y, al final, solo me quedara negro y rojo, cuando las cartas se me agoten de la manga. Y ya llevo unas cuantas gastadas.
El arte se prostituye y, como todo lo que vendemos al mejor postor, pierde el alma. Y, sin eso, poco queda. El arte se vende porque es la única opción que este mundo cruel nos da de crear y vivir al mismo tiempo. De vivir de ella, de sentirla como propia y única. Irónico que para hacerla nuestra mujer haya que prostituirla primero. Como una noche de pernada metafísica, una noche que se torna eterna por momentos.
Siempre he sido un mercenario. He ido a donde me han pagado y he hecho lo que sabía hacer. Un día aquí, tres allí. No soy nadie especial, soy como tú, un perro vagabundo buscándose la vida. Supongo que el sueño de vivir del arte es hermoso, quizás incluso realizable, pero tiene un precio.
Un alma violada, vender tus entrañas, su esfuerzo, dolor y felicidad. Y no venderlo como catarsis, como algo que te ha ayudado a llegar a algún sitio. No, hablo de convertir el arte en producto. Matarla, esterilizarla.
Prostituir el arte es trabajar del arte. Porque, a veces, los sueños son pesadillas. Solo que, en ocasiones, estamos tan hundidos en ellas que huir es como salir de un pozo de brea.
Aun así, no importa mucho lo que diga. Sé por experiencia que, si el arte es lo que conocéis, moriréis tratando de vivir de él en busca de un destino que no os parta en dos. No diré que no lo hagáis, no seré tan hipócrita. No obstante, esto es un dilema al que os enfrentaréis.
El arte está muerto y todo aquel que lo defiende es una resistencia en decadencia.
Solo espero que no tengamos que vender demasiados trozos de nuestra alma.
Carlos Ruiz Santiago
Redactor
4 comentarios
«¿Para qué quiero la luz
si tropiezo tinieblas?»
Miguel Hernández, otro puto, como Julia Roberts, tú y yo
También decía Miguel, pensando en el suicidio, parafraseo esta vez: miro los altísimos campanarios con nostalgia.
No digo nada de Robert, que lloro
Pienso en los más altos campanarios para un salto mortal. Así era, 😁😁😁
El arte es como cualquier trabajo: alimenticio. Pero el verdadero arte llega después, cuando has entregado tu obra y te has quedado con ganas de más y, una vez asegurada la comida, trabajas por capricho, libre, sin expectativas.
A mí dame pan y llámame tonto.
Gran artículo, compi!
Me encanta el artículo. Muchos matices. Demasiados rincones. Somos el aire que respiramos y nuestro arte siempre debería ser vómito. ¿Acaso alguien compra vómito? Yo lo compro. Y me vendo al mejor postor si es lo mío lo que está buscando.
Un abrazo.